Una historia de crueldad y lucidez

La nueva editorial El Fakir homenajea, evidentemente, al escritor cuencano César Dávila Andrade. Pero no se trata solamente del nombre, sino que su presencia recorre activamente cada entraña de este proyecto. Como no podía ser de otra manera, la publicación inaugural de la colección Cabeza de Gallo (otro nombre “daviliano”) es la reedición ilustrada de “Vinatería del Pacífico”, un cuento de la primera etapa de este escritor.

Hay que resaltar el propósito y el formato de esta colección. Presentada como una serie de fascículos o folletos, estas publicaciones tienen un aire muy popular, en el mejor sentido de esta palabra. Desde su precio hasta su diagramación, vistosa y accesible, esta colección le devuelve al lector ecuatoriano algunas joyas menospreciadas o simplemente olvidadas de la obra de Dávila Andrade, y a la vez hace que la literatura regrese o, mejor dicho, traiga de vuelta la costumbre del cuaderno literario, del pequeño formato, del folletín. Esta edición atraerá tanto a jóvenes estudiantes que de otra manera verían en César Dávila Andrade a otro aburrido autor de la Gran Literatura Ecuatoriana, como a adultos curiosos que podrán saciar el bicho de la lectura con estos cuentos.

Ahora, en la contraportada de esta edición, se dice de Dávila Andrade que es el más cruento y más lúcido de los escritores ecuatorianos. No es una coincidencia, pero lo mismo puede decirse de esta historia. Rodrigo, el joven protagonista y narrador-testigo, parece un personaje salido de una picaresca e insertado misteriosamente en un episodio de alguna novela negra. Digo esto no solo porque la descripción de Rodrigo se contrapone a la trama que lo envuelve, sino porque desde el comienzo del cuento hay algunas pistas que lo dan a entender. Rodrigo es un chico de la calle, un sobreviviente, dice: «No temía el hambre. Sabía darme trazas y siempre pescaba algo, sobre todo en los mercados. Lo que temía era la noche azul y fría de los portales. El sueño insostenible en los quicios de las tiendas cerradas». A continuación, se describe a sí mismo como un guiñapo abúlico, desorientado y soñoliento a los 18 años apenas. Luego, al salir de una callejuela oscura, una señora a la que no puede ver lo increpa y le ordena que le lleve una carga. Al darse cuenta de que Rodrigo no puede, se lo lleva a su casa y lo atiende.

Escrita con una prosa notablemente naturalista, descriptiva y cruda, la historia de Rodrigo tiene una atmósfera oscura, casi fantástica. Una vez que esta pareja que lo acoge, Lauro y Lolita, y hacen que Rodrigo se reponga, lo toman a cargo como su ayudante. Él, quien se siente en deuda, acepta de buena fe los trabajos que le encomiendan. Ellos tienen como negocio una casera fábrica de vinos que les ha dado una pequeña fortuna. Todo cambia cuando Lauro le dice a Rodrigo que también debe acompañarlo en su trabajo nocturno: «Trabajo, o mejor, curo. Soy una especie de médico», y dice de los enfermos que él los cura con vino. Aunque no se da cuenta en ese momento, Rodrigo está atrapado como en una clásica historia de terror, incapaz de escapar porque eso sería traicionar a quienes le han ayudado; sus paisanos, dicho sea de paso.

Aunque no se nombre la ciudad donde ocurre esto, queda claro que se trata de Guayaquil por la mención a la ría. Esta ciudad, entonces, se convierte en un teatro grotesco y asfixiante habitado por hombres que recuerdan a zombis y que aparecen siempre a la medianoche. No vale contar más del argumento de este breve cuento. Basta con decir que se vuelve inevitablemente cruento y no es sino gracias a la lucidez de Rodrigo que estos personajes obtienen una especie de salida decorosa. La maestría narrativa de César Dávila Andrade parece rendir homenaje a otro gran escritor que él admiraba. El narrador-testigo de este relato comparte más de una característica con el de “Un hombre muerto a puntapiés”, de Pablo Palacio, solo que mucho menos cínico y más ingenuo, no puede negar su sensibilidad y su firmeza ante el extraño suceso que le toca vivir.

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