Pasión y crimen en la ciudad de la culpa

Hoteles del silencio, de Javier Vásconez. Pre-Textos, 2016. 330 páginas.

Es un hecho obvio que el clima influye en las personas y su estado de ánimo. El arte se ha valido de esto para caracterizar personajes y ambientes. Lo interesante ocurre cuando se llega a los extremos. En El extranjero, de Albert Camus, el protagonista comete un asesinato mientras camina por la playa bajo un sol tremendo. Sylvia Plath sitúa la crisis depresiva de La campana de cristal en medio de un verano raro y sofocante. Ese trabajo exploratorio sobre un clima agobiante y las personas que lo padecen está también en Hoteles del silencio (Pre-Textos, 2016), la más reciente novela de Javier Vásconez.

Como en Seven, la película de David Fincher, la lluvia constante y la presencia de un criminal le dan a Hoteles del silencio un aire a relato policial. La ciudad donde ocurre la historia es Quito, por lo que los volcanes que la rodean refuerzan aún más la oscuridad moral de su atmósfera. Vásconez, sin embargo, no hizo de ésta una novela enteramente negra o policial. Hay rasgos comunes, sí, pero el esqueleto de la trama es la extraña relación entre dos de sus personajes, Jorge Villamar y Loreta.

Quien ha leído a Vásconez antes recordará a Jorge Villamar, quien trabaja en una papelería y padece de epilepsia. Loreta, por otro lado, es una doble migrante. Primero, de niña, se fue a Madrid con su madre y ahora, ya adulta y embarazada, regresa a Ecuador.

El embarazo de Loreta marca el tiempo de la novela. Jorge la conoce cuando aún no se le nota la barriga y ambos comienzan una relación que oscila entre una confianza desmedida y el tormento de los celos. Al mismo tiempo, en Quito comienzan a desaparecer niños que luego aparecen muertos y sin ojos. Resulta que Jorge tiene acceso casi de primera mano a los detalles de la investigación policial y teme que ésta afecte su nueva vida en “ese futuro ambiguo que es el amor”.

Vásconez fluye con maestría entre escenas de distintos tiempos y lugares. Lo mismo puede decirse de las descripciones y las pequeñas cápsulas reflexivas sobre la ciudad, la migración y la memoria. Los hoteles, por supuesto, tienen un espacio protagónico tanto en las acciones como en los pensamientos de los personajes. Pero más que esto no hay. La parte de los crímenes es imprecisa y poco verosímil, así como su enlace con la historia de Jorge y Loreta parece muy forzada. Los diálogos son otro punto débil, tanto así que a veces parecen no seguir una lógica. En su mayoría, son conversaciones afectadas y excesivas.

Jorge se esfuerza constantemente por alejarse de la investigación policial. Prefiere el resguardo de las palabras de Loreta, quien le cuenta todo el tiempo historias de su vida en España. En este sentido, ésta es una novela sobre el acto de contar historias como forma de protección. Y, como hizo Bernardo Bertolucci en Los soñadores —esa película sobre el mayo del 68 que sucede casi toda en un departamento de París—, Vásconez refuerza la idea de que a partir del microcosmos de una relación entre dos personas se puede definir y combatir a ese “abismo de agua” que es la ciudad.

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