Mercurio bajo la piel

Juan Terranova – Cortesía del autor

Un narrador sin nombre mueve los hilos —y los estanca en los momentos de introspección necesarios— en una novela que propone decenas de reflexiones que van desde la consciencia de la imagen, del crecimiento, hasta la exposición pública. Es un ir y venir, un tira y afloja para travestir otras cosas. No existe hijodeputa más grande y ser supremo más interesante que él. Y la sensación se eleva y desciende de golpe luego de 181 páginas: nunca es suficiente todo lo que un ser hace, omite o ejecuta como reacción. Siempre puede ser peor.

Juan Terranova hace con La piel (Galerna, 2015) un ejercicio de reflexión sobre el cuerpo; sobre lo que uno hace con su cuerpo-vida; sobre lo que alguien está dispuesto a dejar que suceda cuando ese cuerpo adquiere el valor de un cristal que se rompe y que deberá moldearse a fuego. Ésta no es una aventura moralista, es el enfrentamiento con una moralidad que se acomoda a las circunstancias. Es, también, una lectura que, de entrada, juega a poner al autor como eje de la ficción. Sí, Terranova está en el mundo del periodismo —no hay derecho a perderse sus textos en la revista Paco, por ejemplo, y es importante entender que este trabajo se inició por la frustración de que un editor rechazara un texto periodístico sobre las cirugías plásticas— y el narrador de La piel también sale de ese mundo.

El narrador es despedido en lo que parece ser una rutinaria justificación laboral para quienes nos dedicamos a esta profesión, y el desempleo es el detonante para pensamientos sobre el capitalismo y cómo, en una última expresión humana, este se manifiesta en la necesidad de alterar el envejecimiento del cuerpo —o, en el caso de adolescentes, acelerar el crecimiento. Este narrador labora dentro de una máquina del tiempo quirúrgica: luego de salir de un medio y encontrar un lugar más pequeño y barato para vivir, consigue un trabajo como redactor del boletín de una asociación de cirujanos plásticos; elucubra sus movimientos en ese espacio y sabe que después de eso ya no hay nada, cuando se altera eso que nos recubre, esa membrana que es la piel, ya nada nos contiene.

“A diferencia de los idiotas de la crónica contemporánea, para los que el logos es apenas un medio de comunicación y la realidad, un beneficio maleable, el novelista, por el mismo hecho de poner su texto bajo el amparo de ese género, consigue borrar y construir marcas que pueden ser leídas de muchas maneras diferentes, incluso opuestas”, dijo Terranova a la revista Tónica al hablar de la clave autobiográfica de su obra, en especial de esta última novela. Terranova no usa el lenguaje para edulcorar lo que quiere decir, esta frase lo delata. Lo acerca un montón a las reflexiones de su personaje-narrador sin nombre, con pocos elementos que lo identifiquen; y estas marcas que se pueden leer en la novela son las que quedan en el cuerpo, las que permiten profundizar sobre detalles que permanecen en silencio cuando entramos al espacio público. El personaje nada se guarda para sí en ese ficticio espacio privado que es la novela. En lo público, en la interacción con los otros, aparecen decisiones y acciones en función de la relación. El bisturí no entra tan a fondo, no deja ver lo que hay debajo de la piel. 

No se puede descocer lo cocido. No se puede volver a una etapa previa, anterior. El progreso, la vida, el tiempo tienen una sola dirección. No se pueden derribar los aviones de todos los cielos. Destruir las fibras ópticas. No se puede anular la televisión. Se la puede ignorar hasta cierto punto, pero es como una entidad viva que no muere, como un virus que anida en la comunidad, saltando de un cuerpo a otro. Y eso ocurre también con las cirugías. Pero no es lo mismo que con la televisión. La televisión se puede apagar. Y cuando aceptamos la cirugía, aceptamos un corte en la piel.  Aunque quizás no se trate de dos situaciones diferentes. Un corte en la piel, un corte en la neurosis.  ¿Laceran nuestra retina y nuestro cerebro las imágenes de las pantallas? Quizás haya algo, un lugar donde se unan la televisión y la cirugía. La televisión es la avanzada, la cabeza de playa, se infiltra, entra por los ojos y, desde adentro, comienza el trabajo de demolición y reformulación del cuerpo. (págs. 92-93)

La interacción del personaje con otros seres —su jefe en la asociación de cirujanos, la secretaria, varios doctores, pacientes con consultas y reclamos, así como las mujeres con las que desarrolla algún tipo de relación, el sexo como medio y fin de contacto— es lo que mueve la acción de la novela. Pasa poco, desde luego: vidas que se cruzan, que se necesitan y se absorben. El narrador sabe qué hacer, gana la confianza de su jefe, su capacidad adquisitiva mejora, aprovecha la oportunidad y sin remordimientos decide apostar por el engaño, el daño, para evidenciar cómo se mueve el sistema. No es una misión, es solo una reacción. El sexo es el punto de contacto, de intervención, de un cuerpo a otro, de contacto consciente. Hay algo político de por medio: pese a lo que se puede presumir como dureza y hasta misoginia, el narrador acuerda y acepta ser parte de actos sexuales particulares con las mujeres con las que se acuesta. Una idea de respeto que no cae en la lección, sino en la normalidad. Por eso la particularidad del lenguaje y las descripciones en las escenas de sexo: toda esa sensación de distancia social que parece ser la medida del personaje queda desdibujada con una intimidad que no doblega a otro ser, pero que puede ser mecanismo para someter y ser sometido.

Eso que está por debajo, que brota con un corte, también se evidencia en el lenguaje. Y el narrador, al hablarse y decirnos lo que piensa, se reformula. Uno no puede escapar del tiempo ni de las herramientas con las que le toca vivir.


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