Maestro, amigo y autor: en conmemoración de Miguel

Fotografía tomada de El Comercio
La sonrisa de Miguel era una sonrisa de picardía, de razón, de conocimiento almacenado por una vida que defino como de aventuras. Era una sonrisa que podía verse como un gesto de incredulidad, de curiosidad, de sorpresa, de confidencia. De Miguel, lo primero que recuerdo es su sonrisa. Cuando lo conocí, su voz ya era un susurro y atender a sus palabras era un rito, de esos que te gustan hacer, como poner tu nombre en un libro recién comprado, como estornudar con ganas, como llorar por un gol de tu equipo y besar la camiseta.
Miguel fue maestro, escuchaba, te decía lo que creía de lo que habías escrito y remataba diciendo: “Pero yo no tengo la razón, al final tú eres el autor”. Dejaba que otros hablaran, que se discutiera. Si tu argumento funcionaba, no había nada más que hacer. La dinámica de Miguel en los talleres era la de generar lectores capaces, gente que quisiera arriesgarse a escribir en función de su rigurosidad como apasionados por otros universos narrativos. No era exigencia, era confidencia.
Miguel fue amigo. Para mí, comensal de fines de semana, encantador de historias, capaz de encontrar la relación entre el “Mac the knife”, de Brecht y Weil, y el “Pedro Navaja”, de Rubén Blades; de hacernos reír al contarnos cuando Rulfo y Vila-Matas se encontraron por primera vez en México; de cuando me habló de Bolaño, con la duda: “No sé por qué hizo ese personaje basado en mí”, refiriéndose al Vargas Pardo de Los detectives salvajes. Miguel me regaló libros, eso siempre ha sido un acto de amor. Tengo a Rushdie, a Styron en mi biblioteca por él. “Tengo algo para ti”, me dijo una tarde, extendiéndome un ejemplar de Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego, ese libro que Miguel ayudó a editar a Roberto Bolaño, en el que hay obra de Mario Santiago y de Fernando Nieto. Ese es el libro que salvaría si se acaba el mundo.
Miguel fue autor. Complicado. Henry Black y Hoy empiezo a acordarme. La cuestión era darle la vuelta a la narrativa. “No lean eso”, nos dijo una tarde cuando nos vio con un ejemplar de su Henry Black. Sigo entusiasmado con Krelko. Leonor me partió el alma. La muerte de Tyrone Power en el Monumental de Barcelona nos trae a un manaba llamado Clítoris y no se puede pedir más. Escribía cuando ya los dedos no le respondían. Tenía disciplina y eso nos hace falta a muchos.
Miguel ya no está. El cariño se queda, siempre. Miguel nos curó a muchos con una frase, un abrazo, una sentencia. Esa cura es suficiente. Eduardo Adams, otro compañero tallerista, escribió: “Te quiero mucho, Miguel”. Adams habló por todos. Miguel no está, pero está. Miguel es.
Gracias, Miguel. La vida se vive mejor porque estuviste por acá.

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