Lo tautológico del ser en «El mundo», de Juan José Millás

POR: KATHERINE MARTÍNEZ.

Las bocas de los adultos dicen cosas que sus ojos desmienten. Lo que aseguran las bocas es que se trata de mejorar. (El mundo, Juan José Millás)

Juan José Millás juega con el lector. A pesar de la seriedad de su forma de ejercer la literatura, trata de involucrarnos en la búsqueda infantil de lo que se fue y se es. El mundo, Premio Planeta 2007 y publicado en el 2008, es –quizás– una de las autobiografías más juguetonas y existenciales que puede existir. Cabe recalcar que una de las características que más aprecio es el cinismo con la que es narrada, ya que no existe un motivo emocional que la dirige, más bien un ansia de autorretrato. Millás nos traslada con una sutil introspección a su mundo. Mundo que no es ni álbum familiar, cadena de favores ni dolores, sino que es una constante búsqueda de respuestas a lo que probablemente ya ha sido explicado.
La novela está narrada en el pasado del niño y adolescente Millás, que trata siempre de preguntar al lector el porqué de muchas cosas que han tenido una explicación lógica poco válida para él.  Una de las principales líneas argumentales de este libro es la vida como un plan incierto, pero que finalmente debe tener un curso. Es ahí donde ésta premisa se bifurca y se decide explorar internamente; recorrer los pasillos de los planes menores y ver si concuerdan, si es que son extraños e incoherentes.
Esta novela se asienta en la mirada que el narrador le da a su vida. Mirada que respondió en algún momento los vacíos que deja la inseguridad no conocer el alrededor. He ahí lo tautológico. La tautología es un arma de doble filo. No simplemente se trata de buscar una verdad sobre la verdad enunciada sino en el afán de la reconstrucción sobre lo construido. Por decirlo de otra forma, se es testigo de la carcoma y de ella se pretende moldear una nueva visión.
Juan José Millás es un autor de una prosa simple, directa y humana. Su estilo es precisamente el saber comprimir los síntomas de una vida que es como un collage: las obsesiones de su padre con la electromedicina, el estoicismo de su madre y sus ocho hermanos que son solo nombrados y no son actantes del relato.

Millás es bastante específico al contar su concepción del mundo: “Todo estaba roto. Cuando yo nací, el mundo estaba roto todavía, pero no tardaría en estarlo. Soy el cuarto de una familia de nueve. Me preceden una chica y dos chicos. Cada uno se lleva con el anterior quince o dieciséis meses. Nací en Valencia, donde pasé los primeros seis años de mi vida, antes del traslado a Madrid. De Valencia, recuerdo, el sol, la playa y algunas secuencias inconexas, como pedazos de películas rescatados de un rollo roto”.
Hay que ser testigos de que los fragmentos son parte de la vida de Millás. La reconstrucción de una vida interrumpida lleva a plantear la complejidad de una niñez carente de recuerdos. Lo primigenio, el reconocimiento del espacio es algo casi imposible porque a pesar de saberse perteneciente a un lado, se recae y se asienta en la memoria lo que se empezó a hacer más latente con los años: Madrid.
Cabe recalcar que en este episodio se refleja, además, la simultaneidad de los recuerdos. Lo que es una base para el juego tautológico-existencial propuesto por Millás. La territorialidad sirve como característica de lo que fue, mas no de lo que se es. Al igual que una película, Millás conoce que existen cortes y trata de hallarle una lógica a la primera etapa de su vida. Ésta si no tiene explicación.
El mundo se convierte en el lugar de enunciación pero las percepciones de éste son confusas. Propias abstracciones del niño que el narrador recuerda. El niño que trata de empujarse a la burbuja conocida como adultez. Ésta última que siempre tendrá las respuestas ante todo, pero que el juego de la curiosidad y las constantes interrogantes de la cabeza infantil serán protagonistas de la narración y anécdota de Millás.
“En casa me llamaban lengua de trapo. A veces me miraba la lengua en el espejo, para comprobar que era de carne. Pero cuando dejaba de mirarla, la sentía realmente como un pedazo de fieltro. En más de una ocasión, la pasé por encima de las chaquetas, de los pantalones, de la ropa interior de mis hermanas y mi madre, convencido de que, al ser de trapo, poseía cualidades especiales para apreciar el sabor de aquellas prendas. Mi dificultad para pronunciar determinadas letras hacía gracia a los mayores. En las reuniones familiares me pedían que recitara poesías subido a una silla.”
Es evidente la narración deficiente de la que se apodera Millás para reproducir los momentos de la niñez. Sin embargo, ese no es la única pista para enfrentarnos a un ser de verdades sobre verdades; la prosa más su percepción del mundo de ese entonces lo convierte en un ser humano tautológico. El juego de la lengua de trapo y la verdadera posesión de una; el acto confirmatorio y aparte el reconocimiento de una discapacidad hacen que el Millás niño se transforme en parte del mundo, más no lo empieza a vivir.
El transitar por un terreno aparentemente seguro, en donde la coherencia es el principal engranaje de su origen, revuelve las creencias y las visiones de la vida que está llevando. Millás utiliza la pregunta insinuada, la pregunta sutil y la necesaria forma de ver el mundo como un lugar habitable pero con un poder de extrañeza increíble.
Y en cuanto eso, cabe agregar que, la vida del niño personaje se desdobla en la construcción del pensamiento del narrador. El mundo sigue siendo ese rompecabezas que tiene las piezas en algún lugar escondido. Las piezas a largo plazo. Un nivel de dificultad casi irrompible.
“Si la pasión de mi padre eran las herramientas, la de mi madre eran las medicinas. Las ferreterías y las farmacias han quedado asociadas a mi imaginación como instituciones complementarias. No hay nada comparable al manejo de unos alicates, sobre todo bajo la influencia de algún fármaco.”
En el caso anterior, el narrador se apodera de lo que distingue de sus padres. Como anteriormente dije, la extrañeza de la mirada del niño hará que en el presente que se narra la novela se trate de encontrar una lógica a dichos esquemas de comportamiento. Lo más probable es que Millás tenga la certeza de que independientemente de los recuerdos más puntillosos que tiene de sus padres, esto funciona como una simbología de la madurez con la que se miraba el mundo en el pasado como cuando lo está relatando.
La madurez de la voz narrativa llega de un proceso, de un bucle de preguntas que lleva a las asociaciones más descabelladas de las percepciones reales del mundo con las experiencias previas del entorno familiar. El narrador, Millás, emplea un tono psicoanalítico cada vez que concluye en la existencia de algo, de alguien, de sí mismo.
Además es evidente que la voz narrativa no recorre sus espacios de manera terrenal. Dichos espacios que son parte del recorrido son una especie de leit motiv que concierne a una apropiación. Dicho de otra manera, el hacinamiento de los sucesos son los que propician las añoranzas y la búsqueda de una respuesta en el reflejo. Es un juego de tratar de buscar explicaciones a lo que fuimos, como si fuera una incomodidad, como si es una comprobación certera de lo que somos ahora.
“Le he dado muchas vueltas al pezón, más que a un nudo, como si el pezón no fuera más que eso: un nudo que venimos a la vida a desatar, a deshacer. Casi no tenemos otra función que la de deshacer el nudo del que nos alimentamos al venir al mundo y que luego encontramos en todas las mujeres. A veces lo deshacemos con los dientes.”
En esta cita es clara la idea de llegar a una respuesta: el referente materno, el pezón, el alimento. Millás propone un juego casi poético: el pezón es naturalmente deshecho tanto como los lazos maternos. Cabe ampliar un poco esta anécdota. Juan José cuando era niño tenía un parecido bastante acentuado con su madre, tanto así que llegó a negarse/negar a su madre cambiando todo aquello que le recordaba a ella. Un antiedipo. Parte de esa búsqueda incesante de una propia identidad, trató de borrar todo lo que le competía al recuerdo de su madre, inclusive sus pezones.
Continuando con lo anterior, lo tautológico radica en que se llega a un bucle filosófico propio de la desesperación de la búsqueda de la negación y la apropiación de lo que lo rodea y caracteriza. La cuestión con el pezón es como un asesinato a sangre fría, resultado de lo que la madurez representa: el total desprendimiento del primer mundo al que se pertenece, el hogar.
“Ignoro cuál fue el problema de mi madre, pero sobrevivió. Al día siguiente, pasado el susto, cuando me dejaron entrar a su habitación, me acerqué a la cabecera de la cama y me quedé mirándola. Ella me dijo: creías que me moría, ¿eh? Yo me eché a llorar. Entonces me acarició la cara, prometiéndome que nunca se moriría, cosa que creí. La promesa funcionó al principio como un bálsamo; más tarde, como una amenaza. Por aquellas fechas, falleció la madre de un compañero del colegio. Fue la primera vez que vi un huérfano. Yo lo miraba con cierta condescendencia, con la superioridad que proporciona el conocimiento de que tu madre es inmortal.”
La naturalidad y la gracia con la que es narrada esta parte de la relación madre-hijo, también emplea un viaje hacia una inmortalidad que se le desea adjudicar a la figura materna. La representación de la falta y el miedo a enfrentarla es lo que finalmente hará que la confrontación realidad-mundo interno choque y trate de subordinar y borrar la experiencia con la mortalidad. Propio de la infancia.
Lo tautológico también es retroceso. No en cuanto a preceptos ni mucho menos empleo el término de manera quisquillosa y despreciativa, sino que, el hallar una verdad ya explicada, ya contada, ya consensuada, es natural de la infantilización de la voz.
No nos enfrentamos a la madurez reflexiva de un adulto sino a la reticente creencia de lo infinito de la niñez. De lo perdurable, eterno. La sensación de lanzarse al vacío sin ningún peligro, millás se toma la conciencia de un Yo niño que retrocede en el tiempo y no analiza su espacio ni su Yo adulto sino que trata de retratarse aun siendo niño con el fin de compararse, de saberse coherente al imaginario pasado.
“Ya de mayor; comprendí que la promesa era una amenaza. Comprendí que, en efecto, mi madre no moriría ni después de muerta. Las fuerzas de la naturaleza no mueren, se dispersan, y mi madre era una fuerza de una naturaleza. Muchas veces me he preguntado si en el momento de ofrecerme su inmortalidad estaba eufórica o deprimida. Lo lógico, dada la situación, es que estuviese deprimida, de modo que cabe imaginar cómo serían sus euforias.”
La concepción de la muerte –concepto estereotipo de la búsqueda de respuestas– se transforma a lo íntimo. Regresa a ser una reflexión de la vivencia propia, de la re-significación, del giro de tuerca. Quizás hablar de una resignación es lastimero. Millás en cambio tratar de hacer práctica la conciencia de la vida y la muerte. No los ve como polos opuestos ni predecibles sino como un tiempo cíclico que concibe más allá del fin.

Los primeros años de la niñez y la adolescencia marcan el plan de la vida. Vida que finalmente será escrita como en el caso de Juan José Millás y El Mundo, en todo caso ambos no son las memorias de pertenencia. El Mundo es la recolección de las primeras experiencias en la vida que le toca al narrador; representa la visión naif del primer ciclo de sucesos y su impacto en la conciencia. También es una prueba de la memoria y su lucha contra la fragilidad.
Juan José Millás no revela en cada una de sus líneas la tautología como un juego gracioso de palabras ni de filosofías propias del descarte sino que retrata la levedad de los primeros pasos y las primeras configuraciones mentales y culturales. El libro se va nutriendo de lo que se nutre Millás: la acumulación de tanto y de todo que no tiene fecha de caducidad, de la demostración que la vida en lo incierta que es, se transforma en lo más seguro que tenemos.

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