Lia Wyler, autora de Harry Potter


El día que se habló de Harry Potter en mi clase de traducción literaria, no entendí casi nada del debate: parecía una pelea, uno opinando mientras hablaba el otro, negaciones, desacuerdos, y un montón de palabras que no me sonaban a nada: Lufa-lufa, Sonserina, Corvinal, quadribol.

Hasta ese momento, todos habíamos escuchado en silencio los proyectos de los otros: traducciones comentadas de autoras cariocas del siglo XIX, críticas a las traducciones brasileñas de las novelas negras de Suecia, de los cuentos de Chuck Palahniuk, de La flor púrpura de Chimamanda Adichie, de la traducción al español de Guimaraes Rosa.

Todo acabó cuando uno de mis colegas presentó su proyecto de maestría: Harry Potter y la traducción de sus neologismos en Brasil. Fue la primera vez que escuché el nombre de Lia Wyler, mientras unos y otros en la clase la criticaban o la defendían. Casi a gritos. Sin escucharse. No se me había ocurrido que en Brasil una traductora podía levantar tantas pasiones como un equipo de fútbol. Pero la pasión era sólo con ella, con Lia Wyler, la traductora que mis colegas de clase habían crecido leyendo. Y criticando.

Un año después leí, en la clase de Historia de la Traducción, su libro Línguas, poetas e bacharéis. Ahí supe que Lia Wyler no era sólo la traductora más famosa/odiada/amada de Brasil: era la primera académica que había escrito un libro sobre la historia de la traducción en su país. Un libro de consulta en todas las facultades de traducción de Brasil.

Aquel día en la clase de traducción literaria, la discusión se dividía entre quienes encontraban genial el trabajo de Wyler —inventó para el portugués 989 palabras nuevas, correspondientes a las que J. K. Rowling creó en inglés— y aquellos que la acusaban de no haberlo hecho bien a lo largo de los siete libros de la serie publicados por la editorial Rocco. O que la criticaban por no respetar los términos originales, como hicieron los traductores a otras lenguas.

Ese día, después de clases, una colega me explicó que Crookshanks (piernas dobladas, en traducción libre) se llamaba Bichento (un término usado en la región nordeste de Brasil para referirse a alguien con las piernas torcidas). Y que el famosos Quidditch se llamaba Quadribol. Que a los muggles, Lia Wyler los llamó trouxas (algo así como tontos) y que Slytherin se llamaba Sonserina (una mezcla de sonsa y ferina, falso e hiriente), Gryffindor era Grifinória, Lufa-lufa (que en el diccionario se traduce como agitación) era Hufflepuff y Corvinal era Ravenclaw, ambos términos jugando con la palabra cuervo: corvo, raven.

Y que el Knight Bus un juego de palabras entre bus, caballero y noche se convirtió en el Nôitibus Andante Busnocturno Andante, en traducción libre y que la poción para hacer crecer los huesos, Skele Gro (juntando skeleton [esqueleto] y growth [crecimiento]) se llamó Esquelesce (mezcla de esqueleto y cresce [crece en portugués]). Que Ron se llamaba Rony, que Ginny se llamaba Gina, que James Potter era Tiago Potter, que Bob Odgen se llamó Beto Odgen, que Tom Marvolo Riddle pasó a ser Tom Servolo Riddle para poder completar el acertijo del final del libro, que el Billywig era Gira-Gira, que Bill se llamaba Gui, que el Head-boy era el Monitor-chefe y que a la snicht se la llama pomo en los libros de la editorial Rocco.

También supe que ya se habían escrito varias tesis sobre la decisión de Wyler de no darle un acento rústico, del interior, al personaje Hagrid. Luego leí una entrevista suya con Folha de Sao Paulo en la cual defendía su decisión de no escoger un acento especial. “¿Qué acento debía usar? ¿Del habitante de las favelas cariocas? ¿Del campesino paulista o minero? ¿Acento nordestino? ¿Acento marginal? Eso desvirtuaría al personaje, que en vez de ser un ‘rústico’ inglés, entraría en crisis existencial hablando un patois ajeno a su ambiente».

De la discusión de aquel día, me quedó la impresión de que una parte de la clase se sentía dueña del texto y, por eso, criticaba las decisiones de la traductora. También me sorprendió que algunas de las críticas venían de la comparación de la traducción de Wyler con los libros de Scholastic, la editora estadounidense. Era pasar por alto que los libros de Scholastic son adaptados de los originales británicos, publicados por Bloomsbury Publishing, para adaptarse mejor al mercado. Hasta el título del primer libro, Harry Potter and the Philosopher’s Stone, fue cambiado a Harry Potter and the Sorcerer’s Stone, lo que causó que los británicos gastaran la broma de que el título había sido cambiado porque en EE.UU. no hay filósofos.

La discusión que presencié entre mis colegas me dio la impresión de que desconocían las adaptaciones que se hacen en los grandes mercados y que, incluso, son la regla en la literatura en portugués: en Brasil adaptan los libros de la mayoría de autores portugueses y en Portugal hacen lo mismo con los libros de autores brasileños. Me di cuenta luego de que no era así. A mis colegas no les faltaba información: hablaban desde la pasión de la infancia y dejaban que esta nublase su lógica de académico.

Al final de aquella hora, el profesor nos dijo, medio en serio y medio en broma, que el traductor hacía sus elecciones según lo que le daba la gana. Y llamó la atención a la clase sobre el hecho de que una traducción es también una traducción de culturas, en la que ambas partes involucradas impone límites a la otra; es decir, el traductor debe optar. Escoger. Tomar una decisión y ser consecuente con ella.

Anna Buarque, contratada por la editorial Rocco para contestar las cartas de los fans de los libros, contó en una entrevista con Fausto Magazine que los niños y jóvenes lectores se sentían tan autores como J. K. Rowling y tan buenos o mejores traductores que Lia Wyler. “Eran emails y cartas indignados cuando un personaje moría, cuando no les gustaba la traducción de este o de aquel término. Por lo que podíamos ver por los emails que llegaban, gran parte de los lectores leía el original y la traducción”.

Lia Wyler tenía cuarenta años en 1974, cuando entró a la universidad para obtener su título en Letras, cinco años después de haber comenzado a trabajar en la traducción editorial. Luego hizo su maestría en Comunicación, defendiendo la tesis La traducción en Brasil, en la cual habla de la condición de “invisibilidad” del traductor. Una ironía para quien se convirtió en la traductora más famosa de su país.

El inglés lo aprendió en el colegio, donde además de portugués, había clases de latín, francés, español e inglés. Desde los doce años tuvo amigos ingleses. Había salido del colegio, se había casado con un hombre en cuya familia sólo se hablaba inglés, fue madre, trabajó para embajadas y empresas estadounidenses y vivió en Europa antes de inaugurar su segunda vida, la de traductora profesional.

Antes de J. K. Rowling, había traducido a Henry Miller, Joyce Carol Oates, Margaret Atwood, Gore Vidal, Tom Wolfe, Sylvia Plath y Stephen King. Y fue presidenta del Sindicato Nacional de los Traductores, de 1991 a 1993. Cuando la editorial Rocco compró los derechos de traducción para los dos primeros libros de la saga, Lia Wyler acababa de recibir un premio por la traducción de The It-doesn’t-matter Suit de Sylvia Plath, publicada por la Rocco. “Eso y mi conocimiento de la cultura británica hicieron que yo fuese una elección natural”, declaró ella a la revista Veja.

De las sesenta y siete traducciones oficiales de Harry Potter (incluyendo las versiones para los Estados Unidos y para los mercados portugués y brasileño, y tanto en griego antiguo y moderno) sólo la traductora brasileña reinventó los términos para su lenguaje. Si en español encontramos la mayoría de los nombres y las palabras inventadas en inglés, casi sin cambios, en la traducción de Brasil la ambición de la traductora acercó el mundo de Harry Potter al lenguaje local.

Las polémicas fueron muchas durante los diez años en que Wyler tradujo Harry Potter: además de los siete libros, también tradujo Los cuentos de Beedle el Bardo, Animales fantásticos y dónde encontrarlos y Quidditch a través de los tiempos. Pero ella contó con la autorización —y los elogios públicos— de J. K. Rowling, por los riesgos que tomaba en su trabajo. Pero cada vez que salía un nuevo libro, los lectores volvían a escribir a Rocco para protestar por los nombres de las escuelas o los personajes.

A esto, Wyler respondió en una entrevista con la página web Omelete lo siguiente: “Tengo la impresión de que las personas que insisten con ese tema no se dan cuenta de que Harry Potter y la piedra filosofal fue escrito para niños de siete a doce años, que no saben el suficiente inglés como para entender el humor que los nombres contienen. La influencia del inglés en nuestro día a día no es suficiente para que todos los lectores perciban el significado de los nombres. Por otro lado, las decisiones tomadas en el primer volumen de una serie son obligatoriamente mantenidas hasta el último volumen. Las personas que aún hoy critican, ciertamente no leyeron con atención las explicaciones que vienen siendo dadas desde el año 2000”.

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