Las memorias leves de Margo Glantz

© Borzelli Photography
La escritora estadounidense Mary Karr, conocida por sus libros de memorias, dijo alguna vez que este género se construye en oposición al de la novela. Es decir, mientras un novelista tiene una o más ideas y las convierte en acciones, un autor de memorias tiene historias y las convierte en significado. Sin embargo, estas historias, los eventos que componen su pasado, no forman en sí mismas material narrativo, sino que deben ser convocadas por el recuerdo, que, como se sabe, es una fuente adulterada por naturaleza.
Recordar, por lo tanto, es una manera de hacer ficción. Así que no se debe hacer caso por completo a los cientos, miles, quizás, de fragmentos que componen Yo también me acuerdo, de Margo Glantz. Este volumen, publicado por la editorial Sexto Piso, es una compilación de recuerdos de la reconocida escritora mexicana. Viajera y lectora insaciable, Glantz también es una ferviente tuitera, pero, sobre todo, es una sobreviviente de una generación agónica educada en el consumo cultural vertiginoso. Este libro, entonces, se lee como recuento de una vida y como testimonio de un modo anticuado pero valioso de existencia.
No solo se trata del intento de agotar un ejercicio literario, sino que, desde el título, Glantz arma lo suyo como un diálogo con quienes lo hicieron antes: Joe Brainard y Georges Perec, entre otros. No obstante, lo que diferencia a este libro del que publicaron el artista norteamericano o el escritor francés es la influencia notable de otro autor inclasificable: David Markson. La obra de los últimos años de Markson, quien falleció en 2010, consiste en la fuga del realismo convencional y la exploración de la cita en forma de listas casi interminables. Igualmente, Yo también me acuerdo es exhaustivo y erudito, autoconsciente a ratos y en última instancia tal vez excesivo y forzado. Aunque, claro, y como dice el epígrafe de San Agustín que está al comienzo del libro, la memoria es siempre inevitablemente antojadiza.
Las lecturas cambian no solo con el tiempo, sino también en el espacio. Los recuerdos de Perec, banales por voluntad propia, responden a sus propias inquietudes literarias; los de Brainard, en cambio, son más bien un retrato del artista como un hombre joven y confuso. El conjunto de los recuerdos de Glantz es un vistazo a un momento de la cultura cosmopolita de comienzos del siglo veinte que muchos extrañan. Las minucias que estos tres autores hayan recordado no son tan importantes como la totalidad de la colección, que es, en definitiva, un reflejo de ellos mismos.
Todos los fragmentos, menos uno, comienzan con la formula “me acuerdo”. Leídos de corrido se convierten en una especie de rezo o mantra. Como en las mejores autobiografías, es la voz, el estilo, lo que sobresale y lo que mejor sirve al propósito de despachar las experiencias. No vale tanto lo que fue como lo que la autora recuerda que fue y cómo lo cuenta.
Lo que sorprende, pese a todo, es que la editorial no haya tenido mayor cuidado en la revisión del libro. Aunque Glantz haya tuiteado que no le gusta escribir “me acuerdo de que” y en su lugar prefiere el queísmo “me acuerdo que”, esto no justifica la cantidad de erratas que hay en el libro, como confundir al argentino Jorge Barón Biza con su padre Raúl y cambiarle el nombre a su famosa novela, El desierto y su semilla.
En esta época en la que el discurso literario está impregnado de otros géneros y formas como el ensayo, la crónica e, incluso, el estilo epigramático de las redes sociales, no sorprende que Glantz se permita digresiones en torno a sus viajes, a lo nefasto de lo políticamente correcto o a crear una poética del tuit. Síntesis de su vida y su obra, este bien podría ser, como ella mismo asegura, su obituario ideal.

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