Pájaro de nunca volver, de Mario Campaña. Candaya, 2017.
POR BISMARK LEÓN
Los problemas migratorios del siglo XXI y sus conflictos, así como lo vano de esa búsqueda de movimiento, rondan el último libro de Mario Campaña. Los poemas de Pájaro de nunca volver, sin embargo, quieren ir más allá del desplazamiento físico en un contexto geopolítico: nos hemos estancado no en el sentido de progreso (menos guerras, avances tecnológicos, menos enfermedades, mejores líderes mundiales), sino más bien en nuestro viaje como civilización. Encontrar un nuevo lugar para vivir es una valiosa excusa para cuestionar ese estado de cosas.
La primera parte de este poemario, titulada «Introito», trata de contextualizar al lector sobre la violencia con la que inicia. La noche silenciosa y vacía es inquietada por un disparo, y la voz poética trata de encontrar una luz, la de la luna, para despejar esa «bruma que a veces me envuelve». También cuenta con otros elementos cercanos como «el río, con su proximidad, su viento desapacible». Sin embargo, «hoy la luna no está», por lo que la noche se vuelve oscura y la voz poética pierde su rumbo y la cercanía de su entorno.
Se trataba de un mal presagio, como ya se anuncia al comienzo: al siguiente día el río queda seco. A la comunidad de pescadores que acompaña a la voz poética no le queda más que abandonar lo que hace: «recogimos los anzuelos, la red y las carnazas / del cielo súbitas sombras nos cercaron». Tras el sobresalto, se refugian en el bosque y «después todos volvimos a la orilla / caminando con un pie en el sueño». Este sueño, efectivamente, trata de moverse a otra parte. La comunidad debe partir hacia otro lugar para sobrevivir: «al fin, era un sin fin / a las / ceremoniosas montañas escapamos». Ese escape, no obstante, no es más que una búsqueda continua, como si el viejo nomadismo de la humanidad reviviera hacia un sin fin: «y renovados volvíamos a partir / todo recomenzaba a la aventura / excitados sin un destino cierto / el mismo celo el mismo fatigar». Esta estrofa revela un tópico de este poemario: la búsqueda sin éxito, como si no se progresara, como si, al final, no hubiera movimiento. La inmovilidad es, pues, un tema que aterra a la voz poética, un «desapacible pronunciar sin fin / el abstruso discurso de nuestra vida».
En este movimiento hacia la inmovilidad, la voz poética se encuentra no solo con paisajes extraños para ésta, sino también con la muerte. Cuerpos calcinados bajo una nube de humo o el ataque terrorista del 11 de marzo de 2004 en Madrid. La voz llega a la conclusión de que no hay más que avanzar, pero sin oportunidad de retroceso, como si al llegar a ese sitio incierto fuera un estancamiento: «al fin sin fin henos llegados / el terco viaje entreteniendo / andar de caballeros sobre estas nubes ralas / en el hueco de la palabra eternidad». Y también tormento: «un pájaro que canta / en casa de la víbora / solo para cambiar de cielo». La migración es una necesidad aunque conduzca hacia la inmovilidad, hacia un territorio al que jamás se pertenecerá ni se adaptará por completo.
La segunda parte del poemario incluye diálogos de la voz poética con fantasmas del pasado, como el espectro de una madre muerta. Estas voces hablan sobre un pasado igual de tormentoso que el presente. Se definen como memorias que están por morir. La voz poética acoge un discurso apocalíptico: no habrá más pueblos, riberas, ciudades, aunque ese viaje siga en un falso movimiento.
En la coda del libro, la voz poética sigue atormentándose. En esta ocasión, con el lamento de un niño o de una madre. La voz poética no siente que pertenece a ese extraño lugar lleno de nieve y niebla que describe, para él su única identidad está en Matavilela, su lugar de origen. Aunque no lo señale, ese mítico e incierto espacio sale de la novela El rincón de los justos, de Jorge Velasco Mackenzie. Lo quiere decirnos es que su hogar por elección, el único que importa, está en la literatura.