The revolutionaries try again, de Mauro Javier Cárdenas. Coffee House Press, 2016. 296 páginas.
Hay un síndrome que el escritor y ensayista Leonardo Valencia encuentra en la tradición novelesca de la literatura ecuatoriana, aquella que recae, como un axioma, sobre el escritor y le endilga la obligación de tener que representar al país. Por décadas, dice Valencia, esta expectativa fue un lastre para la literatura del país hasta que nuevas generaciones forjaron nuevos horizontes que la liberaron de tan patriótico deber. A la reciente novela de Mauro Cárdenas, The revolutionaries try again, se la puede caracterizar de múltiples maneras, pero jamás se la podrá acusar de poseer dicho síndrome, aunque por razones distintas a las soluciones cosmopolitas propuestas por Valencia. La novela de Cárdenas sí es un intento de postular un país, pero en su configuración y relaciones escapa del modelo marxista y socialista que impugna Valencia, para sumergirse en una nueva constricción diseñada desde la progresía biempensante americana.
La novela cuenta una desazón en la cual la elite social se ha convertido en víctima de sus propias condiciones. Antonio, el protagonista, vive una suerte de autoexilio en San Francisco, California; apenas se graduó de un colegio jesuita de Guayaquil se fue a estudiar a Stanford y lleva doce años sin regresar al país. Un día recibe una llamada de Leopoldo, su mejor amigo de la adolescencia, y éste lo convence para reavivar los viejos sueños juveniles de transformar el destino del país. El plan ¿revolucionario? es formar un equipo capaz de competir en las próximas elecciones presidenciales. La novela desarrolla ese regreso a Ecuador con intermitentes retrospecciones a una juventud signada por el compromiso evangelizador de la militancia apostólica y el peso ético de una endeble vocación de servicio. El apotegma “How are we to be Christians in a world of destitution and injustice?”, sentencia y eco, se reitera como un mantra para que todo buen hombre nunca pueda olvidar “the existence of evil and the misery of human condition”. Desde este planteamiento la narración se enfrasca más en indagar las semillas de una determinación cristiana (o de cualquier moral exacerbada), que constituye a los individuos en sujetos políticos inoperantes (sin llegar a reflexionar sobre esto), que en plantear un nexo eficaz con la compleja red de estructuras y tensiones sociales.
La novela ofrece distintas experiencias individuales: Leopoldo, Antonio y Rolando, aparte de antiguos compañeros de colegio, son las principales voces en las que la narración recae, saltando de los recuerdos estudiantiles a las frustraciones del presente. Pero esta apuesta por el individualismo —el enfoque sobre el intento y el fracaso de las voluntades personales— es solo aparente en tanto se reblandece por dos defecciones: a las expresas elusiones de los viejos temas literarios y a la heterogeneidad que implicaría la utilización de múltiples voces.
La primera consiste en la recaída que hace la narración en representar un paisaje subderrollado acorde a la segura imaginación de Occidente. La decadencia, la pobreza y la corrupción atraviesan toda disposición argumentativa, son ubicuas y terminan constituyendo el fundamento único de la narración. Aun cuando el propio Antonio, al intentar escribir un episodio sobre un milagro de su infancia para sus compañeros americanos y señala que rehuye de expresar las llamativas “quaint superstitions of my Third World country”, la novela misma las termina contando. Ese es el mecanismo de la obra de Cárdenas: manifestar una intención y luego traicionarla por su desarrollo inverso. Así se va constituyendo una profusión de nombres propios, de lugares y comidas que el turista norteamericano consume con asertivo exotismo. Se llega a tal punto que el lector nunca deja de saber en qué calle se encuentran los personajes; la siguiente frase es su hipérbole: “he will navigate through Pedro Carbo, Chimborazo, Boyacá, and at the crossing between Sucre and Rumichaca he will catch and ride a different bus along Víctor Manuel Rendón, Junín, Urdaneta…”, debo interrumpirla menos por economía que por respeto al lector.
La segunda defección se debe tanto en el gran despliegue técnico de la escritura de Cárdenas como en su anquilosamiento. La novela se resguarda en una manida decantación por el modernismo que exhibe dos o tres dispositivos sintácticos cuyo efecto fuerte se diluye luego de los primeros capítulos a fuerza de constancia y predictibilidad. En su exagerada inclinación por el estilo, Cárdenas desengrana las articulaciones, las variables y las posibilidades de captar las textualidades distintivas de cada voz derivando toda caracterización en la mera presentación de temas clasistas (al pobre se le reconoce como tal por quejarse de su pobreza, al rico por quejarse de los pobres). Se despliega una constante homogeneizadora que aplana los derroteros individuales y los sustituye por la explicación material más directa disfrazada de una retórica prestigiosa. Este es el gran mérito de Cárdenas: componer la novela perfecta para la midcult californiana. Nada de esto impide, no obstante, que de tanto en tanto uno se alegre con la aparición de felices símiles criollos: “a smile that her brothers says is almost as comforting as the yapingachos of Grandpa Lucho”.
Lo más sorpresivo de la novela, sin embargo, es la comodidad con la que se ubica en relación con la política. Aun cuando Antonio y los otros protagonistas vacilan sobre sus propios privilegios y sobre las intenciones de los actores políticos, en el ecuménico rechazo al total funcionamiento del sistema (y en su posterior huida) se construye una certeza sobre la moralidad de un país; una certeza de la que la literatura suele desconfiar. Es la tercera posición del desclasado la que la novela asume luego de esquematizar una polarización, tan básica como sospechosa, del enfrentamiento entre el representante neoliberal León y el populista enriquecido Bucaram. Una posición moralizante y didáctica que no para de emitir juicios sobre cómo el país fue permanentemente saqueado por generaciones de políticos corruptos y por la connivencia de la política extrajera americana; y que al momento de mostrar su funcionamiento doméstico se reprueba con igual efusión caricaturesca la misoginia, el clasicismo y el racismo. Ante tal efluvio de un dramatismo etiquetado a priori con la mirada de lo abyecto, el lector se pregunta ¿es necesaria tal redundancia?
Borges, en “La postulación de la realidad”, diferencia dos arquetipos de escritor: el clásico y el romántico. El escritor clásico se limita a registrar la realidad dejando de lado cualquier desmesura expresiva mientras confía en el poder sugestivo del texto. Por el contrario, la realidad que postula el escritor romántico es de “carácter impositivo”. The revolutionaries try again es un argumento romántico. Producto del prosista profesional, la novela está diseñada para conmover esa fibra tensada por las convenciones demócratas: es el objeto perfecto para lanzar contra las murallas xenófobas y físicas de Trump. Las habilidades de Cárdenas son incuestionables y fulguran en su dimensión apostólica. El público abraza y agradece su tan honroso aporte comunitario.