Fotografía tomada de LaTercera.com |
POR EDUARDO VARAS C.
Un hecho que se repite junto a otro, por encima, por abajo, a la izquierda y a la derecha. Todos los seres que resultan afectados están interconectados por el sufrimiento, la incomprensión y la lucha contra un sistema que prefiere ignorarlos, porque parece que esa gente al norte de Chile importa poco. Una colmena, una legión, una idea de injusticia como pequeños tallos que se intersectan. El horror, la desesperanza y la pena son primos hermanos en esta novela, la segunda del chileno Diego Zúñiga.
Pero no hay que confundirse con este universo que Zúñiga crea. Racimo (Literatura Random House, 2014) no es estrictamente denuncia. Es ficción, poderosa ficción que agarra del cuello un hecho real —el caso del psicópata del Alto Hospicio, acusado de violar y asesinar a doce niñas y a dos mujeres adultas entre 1998 y 2001— y lo lleva a un puerto en el que, como buen policial en suelo latinoamericano, no hay solución clara: hay un resultado en el que seguimos siendo sujetos de lo improbable.
Diego Zúñiga construye Racimo como un relato sobre la distancia, la conspiración y el abandono. Es también una novela sobre la esperanza, sobre aquello que debería llegar para terminar con la abulia, con la lucha. Torres Leiva, un fotógrafo que empieza a trabajar en un periódico local, quedará a merced del caso de las colegiales desaparecidas, así como de las dudas y la poca atención por parte de las autoridades. Se tropieza con una de las chicas que ha “regresado” y, más que ser una pieza clave, es quien debe entender que a veces hay fuerzas que más que ayudar a detener lo terrible, lo ignoran.
Este es el policial dado la vuelta, hijo de su tiempo. Gabriela Cabezón Cámara se pregunta, en un texto publicado en el blog de la librería y editorial Eterna Cadencia, ¿cuánto se tardarán en comprar los derechos de la novela para hacer una serie o película? Y eso no convierte a Racimo en una obra fácil que solo busca llamar la atención de productores desesperados; en realidad, es un elogio por la forma en que Zúñiga construye una historia que en algún punto se niega a sí misma y entra en un nuevo terreno para desarrollarse. Racimo te hace pensar en True Detective —esta referencia puede funcionar como broma, tomando en cuenta que Zúñiga ha dicho varias veces que no es una persona de TV. Él es un animal de libros que, en mayo de 2013, se refugió en Iquique (donde nació en 1987) y en una semana armó el primer borrador de esta novela. Pero a diferencia de la serie creada por Nic Pizzolatto, esa heroicidad nihilista no está en los personajes. Torres Leiva busca creer en algo, sostenerse, descubrir alguna cosa o persona que lo eleve. Racimo es su experiencia en el ojo de la tormenta, acompañado por familiares descompuestos por sus hijas, nietas y sobrinas que ya no están; junto a policías, colegas y un estado de crimen como única forma de vida.
El nihilismo de la novela está en un narrador que empieza distante, contando lo que sucede con una frialdad que golpea para, poco a poco, acercarse a lo que sienten o perciben los personajes y empujarnos para vivir esa sensación de caída libre. Ese narrador nos acompaña como lectores, anticipándonos acciones (“La próxima vez que él vuelva a ese departamento, no va a tener que salir de noche…”) haciéndonos parte de un juego que no quiere romper la sorpresa. No cree en nada, no defiende nada, solo es curioso, y esa curiosidad es suficiente para saber de esos infiernos personales.
Al final, hemos caído como Torres Leiva y los demás personajes en esta búsqueda, y cuando la narración da un giro de 180 grados —en la gran cuarta parte de la novela—, volvemos a gravedad cero, a esa distancia fría que parte en dos a quien lee. No es circularidad, es comprensión de que hay cosas que, simplemente, la Tierra no va a cambiar.