Junot Díaz, una literatura de la pérdida

POR: ÁNGELES SALVADOR.
Así es cómo la pierdes (Mondadori, 2013), de Junot Díaz, es un libro pesado aunque es mediano, amarillo y negro, con la ilustración de una negra dominicana de espaldas, con unas ancas enormes, y un auto deportivo estacionado con un domo altivo afuera que insinúa una provocación mientras es provocado. Usa musculosa blanca, y acecha. También hay siluetas de postes de electricidad, un farol y un semáforo. También hay un gran círculo naranja que parece un sol al atardecer.
El libro está traducido al español, o del ingleñol al spanglish. Comienza con un cuento que trata menos sobre la infidelidad que sobre el perdón. El segundo cuento trata sobre la envidia; el tercero, sobre la fraternidad, y se pone de manifiesto la situación eje de todo el libro: la muerte de Rafa, el hermano de Junior.

A veces Junior tiene la primera persona; en otras, alguien le escribe y también es contado en tercera. El tercer relato habla sobre la obsesión por escribir, y sobre la tentación, claro está. Usa la segunda persona como hizo Lorrie Moore en Autoayuda.  El cuarto cuento es un texto independiente acerca de comprarse una casa, pero también acerca de una lavandería, y del frío en Nueva York, y de los celos a los fantasmas. También habla de lo que es no soportar un trabajo y cometer errores e ineficiencia. Y esboza a Estados Unidos como concepto y como una máquina de lavado migratorio, de secado.

El quinto, por fin, habla del amor interracial y del agua, el agua del mar y el agua que se toma para hacer el amor; es probablemente el cuento de amor más triste de la historia. El sexto cuento habla de lo que fueron los últimos días de Rafa. Son como cualquiera de los últimos días de cualquiera que sabe que se va a morir, pero parecen más llenos de odio y, por lo tanto, de verdad. Todo lo contrario a la resignación católica, muy semejante a la venganza como religión.

El siguiente, el séptimo, es una patada en la mandíbula. Rafa y Junior son niños y llegan a una helada Nueva York donde los espera el padre. Por supuesto, nos recuerda que la infancia es la represalia adelantada de la vida y que es tan muda. El octavo cuento se llama «Miss Lora», es la historia de un amor clandestino y hay una de las descripciones físicas más inolvidables de la literatura, las escenas de sexo son descriptivas y escuetas, contenidas, llenas de atrevimiento, y de exhibicionismo mecánico. Acá Díaz da una definición osada: amor es encontrar a quién contárselo todo. Quizás. El último relato es un final veloz, que habla del tiempo. O capaz es el tiempo, según cómo se lo sople, lo que da esa idea de velocidad. Un final veloz pero no leve, más bien como una bola de nieve que a medida que crece se acelera. Junior tiene problemas de salud y el arrepentimiento le carcome la conciencia. Junior tiene un amigo que en definitiva se pierde en las mismas cosas que él: sexo, sexo y sexo. 

El telón de fondo es Santo Domingo, ciudad tercermundista, a la que se abandona, “una cosmología de cacharros, motocicletas abolladas, y un sinnúmero de talleres para arreglarlos”, “ranchitos y las llaves sin agua y los morenos en las vallas de anuncios comerciales”. Una tierra llena de mujeres para describir, mujeres con pelo erótico, con culos descomunales y bustos increíbles, con olores y pieles y músculos. Y celos, muchos celos. Mujeres que se hartan y que vuelven a empezar.  Mujeres que roban y a las que sus propias madres las venden por un par de chivos.

Pero también está el ghetto en Nueva York, con monobloques y hamacas en los patios comunes, pandillitas, tipos que se llaman “Joe Black”, aire acondicionado para pasar el calor. La encrucijada Nueva York/Santo Domingo es un clásico inmigratorio, lingüístico y antropológico a la que le faltaba, hasta Díaz, la literatura escrita en esa nueva lengua anglo-dominicana que hablan todos los domos neoyorquinos.

Aprendí a leer el slang: pana, singar, focking, toto, vaina, rapar, jevas y tígueres. Una vez que se supera el efecto de excentricismo, que aporta otra música, un efecto de saltos escandalosos en la lectura, me pude adueñar del lenguaje, que es realmente concreto pero generoso a la vez. Totalmente preciso y contemporáneo. 
Díaz usa unos símiles sorprendentes. Por ejemplo: “El top estirado por encima de los pectorales como cables.” Y otros no tanto: que los pelos de las negras son como la noche. Y va hilando el tiempo con recuerdos, con subescenas que se ramifican y se cortan, que son muy pregnantes por la carga de verdad que tienen, realistas por volumen. 
Todos en el libro padecen una espera ansiosa: se espera ser americano, se espera al padre, se espera la muerte o el milagro, se espera el perdón, se espera el sexo, se esperan los hijos, se espera que no te lean los mails. Todos se ayudan en la medida que les sale, se escuchan. Todos son contradictorios en su humanidad, son injustos la mayoría del tiempo.
Definitivamente, Díaz es ocurrente para apaciguar tanta tristeza con humor. “Sacó una servillelta y estornudó, soltando un doble cañón de mocos”. Dice sobre la madre, también: “Ese año tenía el Ave María requetemontao”, porque no paraba de rezar por el hermano. También es sentencioso: “A nadie le gustan los niños. Eso no quiere decir que no los tengas”. Y es delicioso cuando quiere porque se pone sutil a microescala: “Con los años las cartas de su esposa han cambiado y la letra se ha vuelto más bella”.
Me queda la sospecha de que el libro es una autobiografía en la que, sin usar un tono confesional, el autor está puesto de manera sacrificial en la trama. Es a través de éste procedimiento existencial que él recupera el gozo de la vida. Todo el tiempo me dice que al final de éste tránsito por el dolor se emerge con sabiduría, lo cual no excede el campo de la conjetura. No es más que una creencia como tantas otras y, como tal, vinculada al mundo de lo imaginario.

Díaz es un tipo que emergió de un contexto cruel e injusto que toca a millones de almas, y puede escribir con algún buen gusto y destreza porque ya no forma parte de él, porque la imaginación recupera nostálgicamente las coordenadas del dolor y, gracias a que el tiempo pasó, lo torna poético; lo que equivale a decir que en la misma maniobra artística, literaria, se recupera el gozo inscripto en el cuerpo. Junot Díaz (¿será un influenciado por los grandes maestros rusos?) me dice que la vida es una estupidez; hasta correr se le transforma en una adicción, mete la pata con la mujer que idolatra, la torna una obsesión inasible: un látigo amenazando parabólicas en cámara lenta, y en cuanto se abisma retrocede a la soledad, y así es cómo la pierde.

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