POR MIGUEL MUÑOZ
Autobiografía, novela de formación o diario de escritor. Mi lucha, la enorme empresa literaria del noruego Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968) es proclive a las etiquetas y a la polémica. ¿Por qué el título evidentemente hitleriano? En pocas palabras, y según el propio autor, “porque quería contrastar la visión ideológica del mundo que tenía el dictador con la realidad del individuo”.
Son seis tomos los que conforman Mi lucha. Fueron publicados originalmente en Noruega entre 2009 y 2011. De estos, tres ya han sido publicados en inglés en al menos tres casas editoriales (A Death in the Family, A Man in Love, Boyhood Island) y dos en español a través de Anagrama (La muerte del padre, Un hombre enamorado).
El primer volumen narra en dos partes algunas escenas de la niñez y la adolescencia de Knausgård, y luego los días posteriores a la muerte de su padre. En el segundo volumen, que empieza con una referencia desde el presente a lo escrito antes, el autor desarrolla una serie de recuerdos y reflexiones ocurridos a partir de su mudanza a Suecia. En Boyhood Island, en cambio, Karl Ove regresa a los primeros años de su infancia que van desde experiencias de libertad primitiva en el bosque con sus amigos, el descubrimiento de la lectura y los mundos interiores, y la incomprensible maldad de su padre.
Mi lucha es una obra monumental que escapa de los ataques de quienes pretenden, rápida y prejuiciosamente, calificarla de superficial. En gran medida porque recorre los grandes temas (literarios) de siempre: la muerte, el amor, la infancia. Y estos no son abordados de forma somera y horizontal, sino con una profundidad deslumbrante.
Acaso lo más interesante de Mi lucha sea la búsqueda, el hallazgo, la puesta en práctica y la resolución exitosa de un procedimiento literario singular. Con un estilo y una estructura más o menos convencionales, Knausgård se enfoca en refinar el tono de su torrente de palabras provocado por la rememoración. Es importante señalar que el proyecto comienza como un ejercicio para desvelar («Escribir es sacar de las sombras lo que sabemos», asegura Karl Ove, como si hubiera leído a Mario Levrero) y deviene, con la imposición de una rigurosa rutina, en un plan literario que finalmente fue publicado debido, naturalmente, al oficio de su autor y su tendencia a armar libros. Como resultado, Knausgård entregó a su editor un borrador que incluía lo que ahora son los dos primeros tomos de Mi lucha. Allí estaba lo que quería exponer: la muerte del padre, por un lado, y el enamoramiento en un país extraño por el otro. Su editor, en una jugada riesgosa, le pidió a Knausgård que, en lugar de dividir lo que le había entregado para su publicación, escriba cuatro tomos más para ser publicados en serie.
Sabiendo estos antecedentes, podría uno prescindir de la lectura de los volúmenes restantes. Sin embargo, Boyhood Island, el tercero, es la confirmación de que el procedimiento funciona y de que Knausgård lo controla a su antojo. Así, es capaz de rellenar espacios perdidos de su memoria, logrando invertir la declaración que abre el tomo: «This ghetto-like state of incompleteness is what I call my childhood». Aún más, el recuento excesivo de unos pocos años en la vida de unos niños en una isla al sur de Noruega pone en perspectiva toda la primera entrega. Allí, Karl Ove llora por su padre porque es una persona sensible, pero sobre todo porque lo quería a pesar de haberlo odiado con todas sus fuerzas hasta el punto de haber preferido la muerte antes de seguir viviendo con él. El desgarrador descenso a los infiernos del alcoholismo y el fracaso («Él lo habría destrozado todo, pero nosotros lo repararíamos», escribe Knausgård) ya no parece tan terrible ante este padre, el de Boyhood Island, un inflexible tiraño de treinta años que causaba temor en Karl Ove y en su hermano Yngve solamente por el hecho de existir.
Retomando la anécdota del proyecto inicial conformado solamente por los dos primeros tomos, y que fueron escritos como un solo libro, es llamativa la unicidad que hay en ellos. Se trata de una obra redonda, pero con una ligera diferencia en la forma. Mientras La muerte del padre es más ensayístico, metaliterario, casi lineal y mejor trabajado en la prosa, Un hombre enamorado es autorreferencial, intratextual y circular en sí mismo. Este último volumen empieza y termina en situaciones similares; el amor del hijo —el gran tema de esta parte— da paso al amor de la madre. Pero al mismo tiempo retrocede, puesto que empieza con la declaración del narrador de haber terminado la primera parte y concluye con los primeros pasos y tanteos en la oscuridad de ese primer escrito.
Un hombre enamorado es cautivador por el estilo y la habilidad para manejar los distintos niveles de extensas digresiones; La muerte del padre, por la inmersión en la idea de la muerte y la maestría con la que es contada, desde la periferia hasta el centro mismo.
Si Karl Ove resulta tan fascinante, en especial para las mujeres, tal vez sea simplemente porque es un hombre muy atractivo físicamente. Un hombre sensible en un país llano y gris que lo trata, o lo coloca, en el papel de salvaje. También: un hombre emocional y consciente en extremo de sí mismo que ve en riesgo su propia masculinidad en una sociedad ajena, a la que odia porque lo obliga a feminizarse, a volverse una chica, y donde le es prácticamente imposible desplegarse en el lenguaje («I walked around Stockholm’s streets, modern and feminised, with a furious nineteenth-century man inside me»; «The values that the welfare state had otherwise subverted, such as masculinity, honour, violence and pain»). En Suecia, Knausgård ni siquiera puede bromear a sus anchas; porque no lo entienden y porque es mal visto. Parte de su lucha es, entonces, contra el lenguaje. Vale apuntar que, a pesar de llevar alrededor de una década viviendo en Suecia, toda su obra ha sido escrita en noruego, su lengua natal; y tampoco es vano recordar un dato no tan banal que se lee en sus libros: Karl Ove continúa hablando noruego, incluso cuando se dirige a algún sueco.
Knausgård no trabaja a través de figuras literarias ni de la belleza de la prosa o las convenciones de la narración. Lo remarcable en él, como bien resaltó Zadie Smith en su ensayo «Man vs. Corpse», es su habilidad para estar completamente presente en y lúcido de su propia existencia. El resultado es que la escritura y la vida parecen ocurrir simultáneamente. Se trata un work in progress, de la inmersión del lector junto al autor en la vida de este último de forma tal que simula una continuación de la escritura.
En español, los mejores comentarios acerca de la obra de Knausgård los escribió la escritora argentina Mariana Enriquez. Como solo unos cuantos más lo hicieron, ella entendió que la mezcla de literatura, reality, el exceso testimonial (propio de la era de Internet) y el distanciamiento de la ironía posmoderna (típica de la literatura norteamericana reciente) tenía el fin de alcanzar la trascendencia, lo sublime. No por casualidad hay varias páginas de Mi Lucha dedicadas a Dostoyevski. Y aquí las palabras del escritor estadounidense Jonathan Lethem sobre Knausgård son claves: “Su materia es la belleza y el terror del hecho de que toda vida coexiste con ella misma”.
Él es un escéptico que cada vez más prefiere la renuncia porque sabe que la existencia no tiene sentido. A menos que conspire contra ella a través de la escritura. Y allí es, precisamente, donde la lucha de Karl Ove Knausgard llega al paroxismo, al acto de escribir como fin en sí mismo.