El giro místico de Coetzee

Los días de Jesús en la escuela, de J. M. Coetzee. Literatura Random House, 2017. 256 páginas.
A pocos escritores se les ocurriría comenzar la continuación de una novela con una frase del Quijote donde se dice que nunca las segundas partes fueron buenas. J. M. Coetzee lo hace. Más que una advertencia, es una treta. La cita está, por supuesto, en la segunda parte del clásico de Cervantes, en medio de un diálogo en el que Sancho Panza, Sansón Carrasco y Don Quijote discuten sobre el libro que narra sus aventuras y del que el autor promete una secuela si es que logra encontrar más material. Tanto el escritor español como el sudafricano imponen así una distancia irónica, un quiebre cómico del contrato de la ficción y, por lo tanto, una consciencia de la lectura.

No está de más recordar que en Los días de Jesús en la escuela, así como en su predecesora La infancia de Jesús, la novela de Cervantes tiene una presencia clave. David, el niño protagonista, aprende a leer con una versión infantil del Quijote —aunque luego se sospeche que en realidad no lo ha leído, sino que solo ha interpretado las ilustraciones. Lo extraño es que Coetzee le sigue el juego a Cervantes y le da la autoría a Cide Hamete Benengeli. Otra vez, es un recordatorio para tomar distancia, pero también puede ser visto como un rasgo que define a los personajes. David es un refugiado que llega en barco a la ciudad de Novilla; durante el trayecto, un hombre de mediana edad llamado Simón lo ha tomado bajo su cargo. En la ciudad —donde se habla español y les asignan sus nombres actuales— se unen a Inés, quien podría o no ser la madre de David. La primera parte de esta historia termina con la familia huyendo de Novilla porque las autoridades quieren internar a David en un centro de educación especial. En la segunda, llegan a Estrella, una pequeña ciudad del interior, donde David retoma su educación. Toda la población de Novilla y de Estrella ha hecho ese viaje en barco, pero nadie recuerda de dónde viene ni les importa averiguarlo. Son gente sin pasiones, sin apetitos, que se alimenta de pan y agua. El nuevo país es una especie de utopía (Novilla = no villa = no lugar) habitada por robots biempensantes. Así, no sorprende que se lea el Quijote y, tomándoselo literalmente, se crea que su autor es Benengeli.

¿Qué tan en serio hay que tomarse este libro? Coetzee parece decir que no tanto. Por el título de las dos novelas, es de suponer que el nobel sudafricano sigue con su procedimiento de reescribir otros libros, en este caso los evangelios. Hay una huida por una tierra desierta y un censo en el que David no participa, pero poco más sostiene la presunta alegoría. Hay claves, sí, pero Coetzee también parece decir que está jugando con el lector y que, en lugar de descifrar el significado del libro, uno debe apreciar la historia y las ideas que la mueven. Davíd (en esta segunda parte su nombre lleva una tilde aparentemente intencional, aunque la traducción se la quita) cree tener poderes y dice que recuerda su vida pasada, pero nada de esto se confirma. Si no fuera por eso y porque se niega a pronunciar su verdadero nombre, Davíd es más un niño mimado con dificultades de aprendizaje que una encarnación de Dios.

Dejando de lado la anomalía que es Desgracia, la obra de Coetzee había avanzado casi hasta un punto muerto cuando publicó Diario de un mal año en 2007. Su carrera literaria, basada en la desconfianza del realismo, en la reescritura, en la autobiografía velada y en la experimentación formal, llegó a su culminación metafórica en 2009. Ese año se publicó Verano, la tercera parte de sus memorias, presentada como la preparación que hace un tercero de la biografía de Coetzee, que para entonces ya ha fallecido. Después de agotar una línea y de matarse a sí mismo, el sudafricano regresó con estas dos parábolas en apariencia huecas cuyos hilos conductores son los diálogos de corte socrático. Si queda algo de intención autobiográfica, podría ser la pregunta, tras la experiencia de mudanza a Australia, por la vida en la mejor de las sociedades posibles. Pero el tema real quizás sea la la vida después de la muerte. El olvido y el viaje en barco ya están en la mitología griega: al Hades se llega navegando por el río Lete, que provoca la pérdida de la memoria para que las almas puedan reencarnarse.

La danza que aprenden Davíd y Simón en una academia, remite al sufismo, la inclinación mística del islam. En la novela no se la describe mucho, pero es sin duda una meditación activa, una aproximación a lo sagrado como la de los derviches que con sus movimientos circulares reproducen el de los planetas en órbita alrededor del sol. El profesor de la academia, el señor Arroyo, explica que esta danza no debe ser necesariamente bella ni perfecta, sino poseer alma, y su fin es “invocar a las estrellas”. Y agrega que hay además estrellas errantes que no siguen una lógica, que son como niños que no saben aritmética. No debe sorprender, entonces, saber que en la antigüedad se llamara “estrellas errantes” a los planetas. Davíd, el niño que no comprende la aritmética, logra la comunión con las estrellas. Al final, le toca a Simón —quizás el verdadero protagonista del libro, el hombre en busca de alma— dejar de lado la razón y confiar en la danza para recuperar su esencia y recordar su vida pasada.

Coetzee hace que sus personajes apuesten por una versión del arte como intuición y fe para aprehender el universo. No hay que entenderlo todo, ni siquiera esta novela. Pero cada tanto hay una nueva pista para recordar que no es una narración insignificante. Pistas como esta: a Davíd se le ocurre tender un lazo entre la orilla de la vida y la de la muerte, entre una existencia y otra, para comunicar ambos mundos. Ése sería el final del olvido, todos sabrían quiénes son en realidad y serían felices. Es una descripción de lo que les ha pasado a los personajes como refugiados y también es una metáfora de la literatura. Porque las historias sirven para, como quiere hacer Davíd, unir el pasado con el futuro. Las historias sirven para la eternidad, cuando la memoria se pierde y no hay nada que recordar excepto la historia.

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