POR MIGUEL MUÑOZ
El último libro publicado por John Maxwell Coetzee, La infancia de Jesús (Literatura Mondadori, 2013), debía ser impreso con el título y los créditos en la última página. Esta orden del autor puede leerse en varias de las reseñas dedicadas a la novela y, más importante, puede ser escuchada en Youtube dicha por el propio escritor sudafricano. Pero si se tratara de un rumor más y no pudiera ser verificado, ¿sería importante este dato? Tal vez. ¿Sería importante que este dato sea real? No, por supuesto. Uno también podría preguntarse si se trata de una broma del ahora ciudadano australiano hacia sus editores. Puede ser. De cualquier forma, lo sería en el mismo sentido en que la mueca que puede verse en algunas fotos de Coetzee es una sonrisa de lábil felicidad occidental.
Antes de la aparición de La infancia de Jesús, la obra de Coetzee podía ser dividida en tres etapas de límites difusos. La primera (Esperando a los bárbaros, etc.) consiste en ficciones abstractas y alegóricas. La segunda, en cambio, se deslizó hacia un realismo discreto en la forma y duro en los principios expuestos por sus personajes (Desgracia, etc.). Finalmente, en la tercera etapa (Elizabeth Costello, Verano, etc.), que coincide con la época del traslado a Australia, Coetzee juega con las estructuras del relato y narra parte de su vida mediante el frecuente uso de la metaficción.
La infancia de Jesús, por otro lado, difícilmente encajaría en la cronología planteada sin provocarles, por lo menos, una jornada entera de migraña a los críticos. Lo cierto es que esta novela (o simplemente ficción, como se viene describiendo el trabajo de Coetzee en los últimos años) es un compendio de todas las habilidades narrativas de su autor llevadas al punto del desconcierto. Sin embargo, no es difícil leer La infancia de Jesús; su corta trama avanza linealmente por los treinta capítulos que la componen. No hay un arco narrativo claro ni un desenlace satisfactorio para nadie, es cierto, pero el ritmo de la lectura no se detiene a menos que las ideas le causen demasiados problemas al lector.
El título del libro no es tanto un gancho populista como un distractor. Desde el comienzo, uno va preguntándose línea tras línea si lo que acaba de leer tiene alguna relación con la archiconocida vida de Jesús, el hijo de Dios. Es inevitable, aun cuando no hay ningún personaje con ese nombre ni ninguna referencia clara y directa a la Biblia ni a la religión católica.
Luego de cruzar el océano y perderlo todo, un hombre y un niño llegan a un país en el que se habla español y en el que todo está dispuesto para recibir con cortesía a cualquier persona. En un campamento en el desierto se les asigna un nombre nuevo y una edad estimada. El hombre ahora se llama Simón y tiene 45 años, el niño se llama David y tiene 5 años. En la ciudad de Novilla, su nuevo hogar, buscan asentarse e iniciar la búsqueda de la madre del niño.
¿Se trata de un relato post-apocalíptico? ¿De una alegoría intemporal en un escenario beckettiano? Las semejanzas con La carretera, de Cormac McCarthy, permiten un asidero para comenzar a paso firme, pero solo por unas cuantas páginas. En Novilla no hay nadie preocupado por su pasado ni por quiénes fueron antes de llegar allí. Todos están limpios, lavados de recuerdos, de ironía, de pasión. No tienen el ánimo resignado de quien realmente no tiene nada; no tienen la desesperanza posterior a los desastres totales. Podría decirse que casi no son humanos. Coetzee se pregunta por la naturaleza humana a través de una novela en donde la naturaleza humana está ausente.
Como en La ciudad, del uruguayo Mario Levrero, los habitantes de Novilla tienen vidas anodinas, trabajos extremadamente rutinarios y poco interés por cuestionar nada en lo más mínimo. De igual manera, el asunto del deseo sexual es casi lo primero en asomar. Simón, a pesar de todo (o por eso mismo), no puede dejar de buscar la belleza en las mujeres que encuentra, y no puede evitar desearlas. Para complicar más las cosas, Simón es alguien que, de acuerdo al narrador, “no se siente de ninguna edad en concreto. Se siente eterno, si es que eso es posible”; también: etéreo y fantasmal.
Luego de solucionar el problema del alojamiento, Simón consigue trabajo como estibador. Preocupado por su edad y su estado físico, quedó perplejo al ver que a ninguno de sus nuevos compañeros le importaba aquello. Todos eran amistosos y amables, pero carentes de curiosidad, como si no ignoraran nada o como si lo ignoraran todo y les pareciera que así está bien. Novilla es una ciudad gobernada por el régimen de la “buena onda”. Simón se pregunta con desesperación: “Si no tuviésemos apetitos ni deseos, ¿cómo podríamos vivir? (…) ¿Cómo es posible, desde un punto de vista humano?”
Hay algo en la naturaleza bienintencionada de los habitantes de Novilla que, vista bajo la mentalidad de Simón, se asemeja a la cuestión del zombi como mito contemporáneo. De acuerdo a Deleuze y Guattari, el zombi, en su forma actual, no es un monstruo sino una horda, y el mito de los muertos vivientes es un mito de trabajo y no un mito de guerra. Simón, en su primer intento por seducir a una mujer, se reconoce como anticuado, igual que sus deseos, pero a ella no solo no le interesa, sino que le parece absurdo. Los habitantes de Novilla han llegado a una autoconsciencia tan extrema de su vida que han barrido todo sentido de conjunto, todo instinto. Novilla es el Armagedón de la consciencia; a sus habitantes les parece que viven en el único mundo, pero a Simón se le ocurre, no sin ironía, que aquel lugar, en el que todo parece ocurrir por el bien de todos, tiene su propio límite lógico: “nada puede ir mejor en el mejor de los mundos posibles”. El progresismo burocrático y estéril de Novilla es inevitablemente conservador.
David, por el contrario, está mejor dispuesto para adaptarse. Sin embargo, pronto comienza a demostrar habilidades extraordinarias al mismo tiempo que se repliega en sí mismo y reniega de las normas sociales. David aprende muy rápido a jugar ajedrez y muy rápido vence a todos sus contrincantes, pero se niega a mejorar. ¿Por qué deberíamos ser mejores en lo que se nos da mejor? ¿Por qué Jesús querría ser Jesús?
Simón y David conocen a Elena y a su hijo Fidel, sus nuevos vecinos. A partir de ahí, Simón se da cuenta de que en Novilla las personas tienen cada una asignado un género, pero no una sexualidad. Elena no comprende el deseo sexual de Simón, si se acuesta con él es solo por complacer su necesidad irracional. Simón no entiende, tampoco, su inclinación por la seducción, pero sí tiene claro que allí, en la búsqueda de la pasión, hay algo de la lucha por la primacía del individuo contra la tiranía de la buena voluntad; y cada vez que tiene sexo con Elena piensa que lleva a cabo un acto de resucitación. Al final no es más que una amistad sin poder de afectación, como todas en Novilla.
Si un rasgo de ser humanos es que lo somos dentro del lenguaje, en Novilla —donde se habla un español ajeno— la vida no es más que un simulacro. Falta sustancia, piensa Simón; le falta peso al idioma que hablan; le falta sustancia a la dieta insulsa a la que se han acostumbrado (en Novilla se vive solo de pan, literalmente), sin derramamiento de sangre ni sacrificios; en definitiva, a los habitantes de Novilla les falta la sustancia divina, la carne de Jesús.
En El desmadre, una novela del argentino Pablo Farrés, un niño desaparece dejando a su madre sin la condición que la definía. Entonces, en ella se lleva a cabo una transformación física, un desmadre, que concluye con el crecimiento de un pene. En La infancia de Jesúsocurre el proceso contrario; antes de la mitad de la novela se da un quiebre importante en la trama: Simón encuentra a la madre de David. Inés, una virgen a la que se le ha asignado una vida de comodidad en un club de campo, se resiste a adoptar a David, pero luego acepta y poco a poco, tras aislarse y asumir su nuevo papel, se transforma en madre.
Inés es posesiva y desconfiada. Viste a David como un bebé, lo lleva en una silla y lo mece en su regazo todas las noches. A pesar de su edad, David revive su infancia desde el nacimiento. Pasa un año, va a la escuela y empiezan los problemas: David se niega a seguir las órdenes del profesor y da la impresión de que no puede —y no quiere— aprender a leer ni a escribir, tampoco a contar.
Simón consigue una edición ilustrada de Don Quijote en la biblioteca local para que David aprenda por su cuenta, pero él se sigue negando, solo se interesa por los dibujos y ciertas palabras. Cuando David pregunta por el autor del libro, le dicen que es Cide Hamete Benengeli; nunca se menciona a Cervantes. Si Benengeli es el autor del libro, significaría que estamos dentro de uno de los pliegues de la ficción (hay que recordar que Cervantes afirma ser el traductor de Benengeli, quien a su vez sería el verdadero autor de Don Quijote). También: estamos leyendo una traducción (del español de Novilla al inglés de Coetzee y de vuelta al español de la edición que estamos leyendo), una broma similar a la de Cervantes.
Las autoridades de la burocracia escolar quieren enviar a David a un reformatorio; Inés y Simón se niegan y deciden escapar, más aun cuando se dan cuenta de que David sabe leer y escribir a la perfección. Antes, cuando el profesor de David le pide que demuestre sus habilidades, él escribe “Yo soy la verdad” en la pizarra de la escuela, lo cual no le salva de la condena. Hacia el final, el libro toma la forma de una incipiente road movie, con sus protagonistas buscando una nueva vida.
Coetzee reescribe el mito contemporáneo del zombi con Jesús como protagonista en formación. Una pregunta importante que permanece latente es si Jesús fue tan exasperante, egoísta y autoritario como David. ¿Hasta qué punto puede un niño escapar de la disciplina a costa del capricho de sus padres? ¿Qué sería de la humanidad si José y María hubieran sido más severos con Jesús?