El encuentro con un mosaico frívolo

POR GILDA HOLST


Placida e l’onda, prospero é il vento


Días Frívolos (Cadáver Exquisito, 2016), de Maritza Cino, son veintitrés microcuentos con increíbles imágenes poéticas y densidad metafórica, de las que me voy aprovechar y apropiar, como esa de «la página lívida». ¿Se imaginan?, una página lívida, pálida, en blanco, con la que me encontré al tratar de elaborar este texto y entonces miré las teclas, como en el cuento ‘Necesitaba otra historia’, y me di cuenta que ya llevaba 6 líneas de palabras algo conexas y me alivié, porque había llegado a mi mañana frívola.

Maritza trabaja estupendamente bien la autoreferencialidad o la metaliteratura, la intertextualidad, la reflexión sobre las tareas o trabajo creativo del escritor y el lector, sobre la escritura, sobre sus estragos y beneficios, eso de estar en una estación, detenida, casi como en el panóptico maravilloso del leer que se propone, como en el cuento «Siete lenguas» donde es posible «tropezar con el silencio, bordear abismos, falsificar fonemas», que la llevarían directamente a la cárcel, pero por suerte la narradora tiene un amuleto, un objeto portátil y mágico, seguramente para seguir escribiendo.

En el cuento «Al otro lado» el narrador es un lector dirigiéndose al escritor, aquel que está al otro lado mientras se lee, un lector/escritor dual, como reflejo pero sin serlo, ese que se lleva tanto al escribir como al leer, un lector que dice: «yo me acerco con mirada de arqueóloga», detrás de indicios o pistas para comprender viejas y gastadas estructuras que llevamos al interior, alegrías y tristezas o desconciertos y asombros nuevos.

«En ciertos momentos evocaba aquella frase: la palabra cura, y entre mixturas de anestesia y alcohol se repetía, las agujas también curan». Y con increíble agudeza, Maritza, en «Agujas», plantea a la escritura y lectura  en su posibilidad de tocar, herir, y al mismo tiempo sedar o mitigar dolores o transferirlos a la escritura para reconstituirse o reelaborarse constantemente.

Los pasos forman también parte de los temas de Días frívolos. Un primer paso dado y un segundo paso que nunca se dio, en la posibilidad de un encuentro, reencuentro o reconciliación. Pasos, recorridos, trayectorias, navegaciones e —indudablemente—, el paso del tiempo. La vista atrás hacia el origen, lo que nos constituye y descalabra. Recuerdos de infancia, de familia, de situaciones, que nos llevan a una casa del sur, a una abuela, y a domingos donde se comía polenta y se tomaba vino, una abuela que —mágicamente—, se le hinchó el dedo anular y hubo  que cortar el anillo matrimonial y comienza una dispersión de familia hacia la construcción de otros domingos.

Hay varios personajes coleccionistas en estos microcuentos. Muñecas de porcelana, reliquias, juguetes bélicos, que en el juego metafórico de los cuentos podrían plantear —desde mi lectura—, colecciones de agresiones o agravios en nuestras vidas que «construyen muros de obstáculos» que nos encierran, o absurdos y fragilidades que nos detienen, o encontrarnos con personajes en la paradoja de ser felices siendo infelices.

En el cuento «Garfios» se relata cómo la personaje comenzó a guardar garfios de estibadores, aunque no le gustaran, cuando iba a despedir o recibir a sus abuelos viajeros en el puerto y es en esa orilla de zarpes y arribos que comienza a coleccionarlos. Garfios que son hierros viejos curvados y con punta que sirven para levantar pesos y cargas. Es en este cuento que se habla de los dardos-palabras con los que se juega y se trabaja. Una profunda reflexión sobre cargas y pesos inevitables y hasta traumáticos que llevamos y el garfio-palabra levanta y cubre la falta o mutilación.

En la obra también se presenta la posibilidad —y ese es uno de los planteamientos más fuertes de Días frívolos— de coleccionar momentos tiernos, alegres, reconfortantes y maravillosos, disfrutar de una almohada deliciosa, de un «Mar sepia», leyendo La invención del amor, de Ovejero, y de otros mares mediterráneos o pacíficos, o de un río que, tal vez, está «inmóvil y obscuro» pero que nos permite no aburrirnos y, otras veces, ese mismo río, que es el río Guayas, nos da brisa, una brisita maravillosa guayaquileña.

«Son los relatos elusivos, un mosaico interesante y perverso de una escritora que conoce el oficio de contar historias», dice María Paulina Briones. Coincido totalmente con ella, el mosaico de micro-cuentos leídos, como en la lectura fragmentaria o de un libro de poemas, produce intensidad y el olvido. La intensidad en el sentido del disfrute o placer de cada cuento y situación narrada, la proliferación de sentidos que interconectan los cuentos, por la provocación desde la escritura del goce del pensamiento asociativo que se produce en cada lector.

En mi caso, por ejemplo, la asocié con «Santa Lucia», una canción que solía cantar en italiano de chica y en donde se habla de la placidez del mar, de vientos propicios y de brisas placenteras. Nadie me quita la seguridad de que un personaje de estos cuentos cuando viaja a Calabria, pasa por Nápoles y canta o la escucha cantar.

Para terminar este recorrido me detendré en el cuento «Voyeur», donde esas contraposiciones paradójicas y poéticas, diferentes en cada relato, de inmovilidad/encierro. salir adelante y afuera y encontrar soluciones, de navegación/anclaje, deriva o locura, de todo este extraordinario libro:

Mi madre tenía la manía de poner velas a los santos. Yo la miraba en su movimiento escénico y acompañaba su extrañamiento. Me sentía voyeur de su santuario, de sus arcángeles mayores y menores, de su vida entregada al oficio de lidiar con estatuas y extraviarse en los ritos de la fe.
Un día me entregó un Lázaro; yo me miré en él y agradecí su deferencia a mi complicidad de poeta. Lo sostuve turbada. Y ella me dijo: Levántate y ándate.

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