POR: JUAN SECAIRA.
Pocas veces he leído y releído un libro de cuentos. Pocas. Me ocurre con el libro de cuentos Cuando lo peor haya pasado, escrito por Pablo Ramos. Lo he leído en diferentes etapas de mi vida y siempre cautiva y, al menos a mí, me provoca seguir. No solamente por la gran carga cotidiana de sus historias sino porque se ve cómo la literatura de verdad se convierte en mucho más que un amasijo de palabras; para sorprender o para demostrar erudición o “malditismo”. Nada de esto último se emparenta con Cuando lo peor haya pasado, cuya fuerza —que no tiene que ver solo con escribir desde las entrañas, sino con una visión del mundo, unas lecturas, una vida— hace posible entender a la literatura como salvadora y promulgadora de algo mejor.
A diferencia de muchos, a mí sí me ha salvado la literatura, me salva a diario, quiero creer que me hace mejor, aunque esto es relativo, ¿mejor para quién? Indudablemente mejor para mis hijos, para quienes me rodean, mejor para mí mismo sin afanes de llamar la atención artificialmente, o de discurso absoluto.
Pablo Ramos tiene la capacidad de construir diálogos y personajes con voz propia, se adentra en los personajes niños, ya lo ha hecho en El origen de la tristeza, por ejemplo, de manera creíble e intensa. El cuento Los ángeles también pueden morir se concentra en un niño y en la amistad idílica con una mujer, que lo salva, al menos por un momento.
Toda salvación real siempre es momentánea.
Precisamente porque en estos cuentos siempre hay algo latente, una tensión y una especie de misterio, algo que no se dice pero está. Un alma, sí, un alma, un espíritu que te susurra, no desde la lástima sino desde la entereza de aprender a verse, de desterrar cualquier propósito petulante y arrojarse —con raciocinio, sentimiento y fuerza— sobre esa hoja que jamás está en blanco.
En un cuaderno de hojas lisas ya deja ver las inquietudes del narrador —del narrador no de Pablo Ramos como si se tratase de una biografía, asunto con el que alguna “crítica” siempre quiere deslegitimar a la literatura que no es seudopoética, teorizante o indulgente con su entorno—. Las relaciones sociales como una mascarada en donde sobreviven pocos elementos, detalles, amores, desamores o la incredulidad de aferrarse a un objeto que posee significados. Como en Todo puede suceder, en el que se dice: “Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos”.
El cariño mueve estos relatos.
En Porque el cielo es azul —el vínculo entre el pasado afincado y ya disonante con el presente—, o en El día que te lleve el viento —allí, la soledad del cuerpo es ostensible, caótica— pasando por la melancolía de Moisés en Tal vez algún día, melancolía y sapiencia del anciano ante un narrador que vive el día a día con un sigiloso vértigo parecido al cansancio más hondo.
Como se dice en Un relato constante, “la magia todavía estará”. Esa sensación de no perder aun perdiendo. La impotencia ante una realidad que jamás dominamos, que siempre luce ajena, lejana, incierta. Así, en Luces de colores, un padre se ve impotente ante la suerte de su hijo, ante el destino que cae como una avalancha de preguntas que nadie contestará. Pero lucha antes que nada.
El libro termina con el cuento Por las colinas de la luna, donde el tiempo se fractura, la vida es caos y la ternura y la culpa se dejan ver detrás de una puerta. De ambos lados de la puerta, mientras la pequeña Lucía llena el espacio con su luz.
Los cuentos están muy bien escritos, no se trata del recuento simple de los pasajes de una vida sino de convertir eso —la combinación entre recuerdo, imaginación, invención, ficción— en literatura. Los finales de los cuentos destacan porque no explican nada, más bien subsisten en la inquietud, en lo misterioso como resultado natural más que como recurso.
La escritura de Pablo Ramos hace de la anécdota, arte. Diferente a lo que muchas veces pasa por estos lares en los que al arte se lo convierte en anécdota, en chismerío, en pretendida superioridad.
Lo que aleja a Ramos de quienes creen que basta con quejarse y mandar todo a la mierda para decirse artistas, radica en que el narrador de su libro no es un desalmado antagonista sin sentimientos, un oprobioso dueño de la verdad. Muy al contrario, busca una salida, se restriega, quiere, ama, cae, sucumbe y se vuelve a levantar como quien intuye que hay que encontrar la magia, y que a veces no está donde creemos sino un poco más allá.
Entre las sombras, la luz. Esa luz de un día. De otro día. Grave. Angustiante. Hermoso.