True Detective: el espectador no puede ser el mismo

POR: EDUARDO VARAS C.
Ya no es televisión; en realidad, hace ya varios años que no lo es. A mediados de los 90, HBO acuñó la frase “No es televisión, es HBO”. En algún punto, a alguien se le ocurrió la obvia idea de que el consumo masivo de TV no debía estar peleado con otros temas e historias. El pedazo de parrilla que la TV por cable vino a tomar no solo significó un nuevo modelo de negocio sino otra manera de narrar, en capítulos de un poco menos de una hora.
En una serie de TV, más que la historia, importan los personajes. True Detective (HBO) lo hizo evidente. El personaje de Rusty Cohle (Matthew McConaughey) fue un buen gancho al hígado. Es imposible no fascinarnos por este nihilista que alucinaba con un mundo metafísico que lo llevaba, incluso, a colgar una cruz detrás de su cama. ¿Alguien pudo controlarse ante la seducción detrás de Cohle? Este tipo que vivió lo peor —la muerte de su hija pequeña como tragedia personal que se cristalizó en cada una de sus frases— y que después canalizó su death wish en un trabajo como policía encubierto, haciéndose llamar “Crash” (lo que da material para una serie por sí sola). Nadie, por un buen tiempo, dejará de hablar de Rusty Cohle, ese producto de sus circunstancias y observador empedernido que dio en el clavo. El tipo de personaje que parece ser necesario para el policial actual: suspicaz hasta el punto de que en su primera elucubración revela el misterio.
Su compañero, Marty Hart, solo importa en la medida que nos ofrece una familiaridad con lo cotidiano y lo peligroso. Y quizás por eso no lo vemos a la altura de Cohle, pero es en su mundo en donde están todas las claves de los delitos que ambos investigarán por diecisiete años.
True Detective se introduce de lleno en una dinámica narrativa posmoderna, rompiendo los tiempos a su antojo, al menos, en los primeros seis capítulos. En los dos últimos hace algo parecido, pero enfocándose en una diégesis más tradicional para terminar el recorrido. Y así nos escupe una historia que salta entre tres ejes temporales (1995, 2002 y 2012), utilizando narradores múltiples como golpe de intertextualidad, mucho más que en cualquier otro ejercicio de TV. No estamos ante las relaciones que establecemos por diálogos y acciones desarrolladas en tiempo lineal. Estamos ante hechos y discursos, vasos comunicantes que tienen sentido para nosotros, quienes hacemos el ejercicio de observar en un plano superior este entramado de palos unidos con tiras de césped que se nos presenta. No son piezas de rompecabezas, son moléculas que se juntan para crear algo. Y en este tipo de física narrativa solo podemos saber dónde sucede un fenómeno o cuándo sucede, nunca ambas cosas a la vez.
True Detective es también una pieza de autor, a tal punto que no es descabellado pensar que impulsará un cambio en el sistema de las cadenas para hacer series. Cary Joji Fukunaga dirigió todos los episodios (el plano secuencia del capítulo cuatro será estudiado por los siglos de los siglos en las escuelas de cine). Nic Pizzolatto creó este universo e hizo los guiones. Ese control se siente, y esta “TV de autor” se mueve por caminos de referencialidades extremas desde la idea —precisa, diría— de que True Detective ha visibilizado a la “ficción weird” —Edmundo Paz Soldán tiene un artículo sobre esto, lo pueden leer haciendo clic acá—, hasta la indagación extrema en otras tradiciones sobre los elementos que la alimentan, como el “Yellow King” en la obra de Robert W. Chambers o las frases que Pizzolatto tomó de los textosde Thomas Ligotti para estructurar las reflexiones de Cohle. La intertextualidad está ahí, saltando de formato a formato, creando otro ser que empieza a crecer en la mente del espectador de manera arbitraria.
Esa referencialidad, además, toca al cómic. No en vano, Abraham Riesman notó las similitudes entre la última conversación de Rusty Cohle y Marty Hart y lo que pasa en el número ocho del cómic “Top #10” de Alan Moore. Si desean leer más de esto, clic acá.
True Detective se aproxima también a un terreno apocalíptico y lo nutre de belleza. Aprovecha la realidad de una zona como Nueva Orleans (destrozada por Katrina en 2005) y la retrata con una frialdad hermosa, como si tratara de refrendar todo lo que Cohle sentencia sobre la humanidad. El entorno agrede y determina, especialmente en ese capítulo final que camina de la mano del “Apocalypse Now!” de Francis Ford Coppola.
Al mismo tiempo, True Detective ha generado muchas reacciones de varios críticos y expertos. La que más me ha llamado la atención es aquella que la considera misógina. Si bien la serie tiene pocos personajes femeninos, hay una construcción dramática que roza el determinismo: las mujeres —o la relación con las mujeres— mueven todo en esta primera temporada. Ellas son las asesinadas, son las que truecan el rumbo de los personajes —es el caso de Maggie Hart, mujer de Marty, en ese excelente sexto episodio—, y son las que dan los detalles necesarios para que entendamos que lo que está escondido es más cristalino que el agua. En el mundo de culto religioso y asesinatos en el cual se desarrolla True Detective, la mujer es el elemento clave, tanto como engendradora de vida y como segadora (Maggie Hart, la hija pequeña de Rusty y otros personajes secundarios que por ahí se movieron, como Dora Lange o Marie Fontenot, lo prueban). Y esto es clave para comprender lo que muchos creen que no se resuelve al final de la historia.
Porque no hemos visto un final trunco. Si nos ponemos hermenéuticos, True Detective es sobre el horror del mito. La serie se mueve sobre una construcción macabra/religiosa que ha creado un modo particular para que un linaje sobreviva (los Tuttle y los Childress, una familia siamesa). La historia camina a través de una eugenesia terrible, signada por la pedofilia y sostenida por el secuestro y por una concepción de divinidad trastocada. Este árbol genealógico, torcido y poderoso, no podrá ser tocado por la ley porque, tal como dice Marty Hart, al final “este no es esa clase de mundo”. Aquí solo estamos ante una máxima inevitable: siempre puede haber algo peor. Cohle y Hart solo podrán revelar aquello que está mucho más enfermo (el asesino que va más allá); lo demás quedará en silencio, está ahí, siempre ha estado y no podrá revelarse porque está bajo un enorme paraguas de control.
True Detective es una serie que reprograma al espectador, quien está esperando el próximo gran golpe televisivo. Y le hace pensar que está viendo televisión de altura, de un nivel que nunca antes ha tenido en frente (lo cual puede ser cierto) y que eso lo transforma en alguien menos ingenuo. El espectador se siente mejor luego de ver True Detective, después de ejercer esa miserable espera de semana a semana para saber qué va a pasar con los personajes y con su investigación. El espectador comienza a hablar de lo que piensa, establece sus vínculos, sus teorías, asume ciertos datos como determinantes para el devenir de la trama y sentencia los resultados en artículos, posts, tuits, estados de Facebook, etc. El espectador mira de otra manera y, si bien espera resoluciones que le permitan asumir que en la ficción sí es posible la justicia, agradece que en la pantalla de su televisor exista algo que no le haga evadir lo que piensa sino repensar lo que deja de lado.
Por eso, si han visto la serie, no es necesario entender completamente las relaciones entre la familia de Marty Hart y los Tuttle. Él las sabe, pero prefiere ignorarlas para seguir siendo ese tipo normal que sabe qué cosas se pueden resolver en el mundo real. En True Detective no hay misticismo. Es todo lo contrario. No hay “Yellow King” ni nada escondido. Los monstruos son los que viven a tu lado.

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