POR: ARTURO CERVANTES.
En ocasiones, suelo flagelarme cuando leo mis textos y descubro que he inflado mucho el lenguaje. Luego de masticar aquella terrorífica cifra de medio libro por año (que es lo que en promedio lee cada ecuatoriano), me pregunté: ¿Qué porcentaje de culpa la tenemos nosotros, los «estudiosos» de la literatura? ¿Qué tanto, con nuestra soberbia intelectual, con nuestras palabras rebuscadas, contribuimos a que el lector principiante tome distancia con los libros?
Estudio Literatura, pero eso no me hace superior a nadie. Eso lo supe cuando ingresé a estudiar esta carrera universitaria y lo sé ahora, que estoy a poco de concluirla. Lo mío son los libros y eso no me hace más sabio que un pescador que, en cambio, es diestro con su red de pescar. Los niveles de torpeza y de inteligencia son distintos. Eso es todo.
Llevo años intentando digerir las poses intelectuales que a diario frecuento. Pero no lo logro.No me trago a los escritores que cargan bufanda, fuman pipa y dan sorbos de café en la calurosa Guayaquil. No tolero a aquellos que están convencidos de que sus obras son lo mejor que se ha escrito en la historia y que los periódicos tienen la obligación de difundirlas. Me producen desconfianza aquellos que hablan todo el tiempo con voces prestadas, citando a cada rato a Sartre, Simone de Beauvoir, Chéjov, pero son incapaces de arrojar una idea propia.
Alguna vez entrevisté a Juan Fernando Andrade y me dijo que pueden existir tipos que han leído todos los volúmenes de Tolstói, pero que no sirve de nada si se quedan estáticos a la hora de levantar una chica en una discoteca. Y sí, es así de claro. La sabiduría literaria es deslumbrante, pero hay que saberla manejar en diferentes contextos.
Las escuelas de Literatura deberían, de manera urgente, incluir en sus mallas una materia que se titule Control del Ego I. ¿Quién nos vendió ese cuento de que somos una raza superior, los mesías del mundo, los abanderados de la región? Partamos cuestionándonos ese complejo que nos han introducido antes de emprender cualquier lucha importantísima de gestión cultural.
¿En serio debemos hacer campaña hasta lograr que toda la población mundial lea La Divina Comedia? No digo que no sea necesario. Sólo lanzo la pregunta. El hecho de que a nosotros nos haya gustado leer ese libro, no significa que debemos insistir hasta que le encante al resto. Hacerlo, a la larga, resultará tan martirizante como escuchar a un Testigo de Jehová golpear puertas que no son suyas. Dejemos de hablar como lo hacía Don Quijote hace más de cuatro siglos. No ostentemos todo el tiempo que odiamos a Paulo Coelho y que nos produce asco Arjona (si en verdad nos provoca eso, genial, pero no tenemos que gritarlo cada minuto y con megáfono en Twitter).
Los no-lectores nos creen soberbios, presumidos, intocables, pedantes, nerds. ¿Así pretendemos convencerlos de que leer los va a hacer lucir cool? Arranquemos, antes de emprender cualquier tipo de gestión cultural, por darnos un baño de reputación. Quitémonos tanto esnobismo de encima y luego hablamos.