Las palabras justas para armar una matrioska

Siempre he considerado que es un privilegio estar cerca de personas capaces de crear. Aunque lo que pasa por sus mentes muchas veces es territorio insondable, hay ocasiones en que dejan escapar pequeños gestos que revelan sus procesos creativos, sus relaciones con la palabra y las formas. Puedo presumir que conozco a Marcela desde hace varios años y siento una alegría inmensa al pasar las páginas de su libro, Matrioskas, que reúne veinticuatro cuentos. 
Sé que en él se guardan múltiples capas de su cabeza y, aunque una escritora no es sus personajes, no puedo evitar hallarla en sus palabras y recuerdo con cariño el tiempo compartido y cómo en ese largo proceso de aprendizaje que es la amistad, descubrí que Marcela tiene el don de la palabra justa: la palabra justa para desatar la risa (quienes la conocen, en el mundo 1.0 o 2.0, saben que su sentido del humor es exquisito: oscuro, distante y sereno, sin estridencias), la palabra justa para avivar odios y fastidios compartidos, la palabra justa para aplacar los miedos o entregarse a ellos sin falsas fortalezas, la palabra justa para pelear contra el sinsentido, aunque al final sólo quede resignarse y dar un paso al costado para lidiar con el desatino del mundo y sobrellevarlo. Sobrellevarlo, sí, pero sin concesiones ni entregas que dobleguen al espíritu. Y son esas palabras justas las que dan forma a Matrioskas, que es producto de años de escritura y otros tantos de revisión y reescritura; sobre todo eso, revisión y reescritura, pues Marcela es dueña de un rigor implacable en su trabajo.
En muchos de sus cuentos, los personajes miran la vida desde el borde, al filo del camino. Lo expresa mejor la protagonista de “Velorio”, cuando dice: “A pesar de mi pésimo equilibrio, me he mantenido en la cuerda floja demasiado tiempo. Con el deseo oculto de caer hacia los cocodrilos. Sin la resolución de volver a tierra firme”. Y actúan desde ahí, como si estuviesen protegidos por una cápsula de cristal que les separa de lo mundano, pero que a la vez les vuelve vulnerables y ven entrar al mundo entero por sus ojos, sin ser capaces de detener el caudal de estímulos. Se salvan de ese vértigo reteniendo instantes, deconstruyendo lo recibido y deteniéndose en cosas que parecen intrascendentes y poco prácticas, pero para ellos son el salvavidas que les permite sobrevivir, no dejarse devorar por lo cotidiano y seguir caminando a unos cuántos centímetros sobre el suelo, sin claudicar.     
Hay personajes de Marcela que enfrentan la cotidianidad desde una extrema conciencia del cuerpo y del dolor. Se saben medianamente incapacitados para lidiar con lo corriente y en ocasiones tratan de actuar normalmente, convirtiéndose en una pequeña legión que se infiltra en los espacios cotidianos: aceptan citas, acuden a bares, comen en restaurantes de moda. Fingen sensatez para olvidar el dolor, para no sucumbir ante la angustia –o el aburrimiento– de las noches en blanco, para ocultar que se desintegran.
Son personajes que guardan una extrema fidelidad hacia sí mismos. Si pensamos en “Matrioskas”, el cuento que da nombre al libro, nos enfrentamos a una vocación implacable por explorar el cuerpo y desembarazarse de recuerdos capa a capa como una Matrioska, precisamente, para llenarse de vacío y empezar con la nada, desde cero.
Esa nada y ese arranque hallan también un asidero cuando Marcela se mete en los terrenos de la virtualidad. La condición de lo virtual permite la creación de una vida a la medida, y los placeres y juegos de seducción guiados por el instinto y el intelecto son desfogue, refugio y campo de experimentación. En ese territorio una misma, sujeta a las condiciones del sistema 2.0,  se da y recibe al otro, se construye y fantasea con la posibilidad de que la construcción de esa persona que escribe desde zonas remotas –cercanas o no– sea tan real como parece. En ese campo, desvirtualizarse es romper la zona de confort, atreverse a romper la matrioska. Unos se atreven y otros no. 

En el cuento que cierra la selección, “La cicatriz invisible”, nos encontramos con un génesis: el origen de la vida y la amenaza de la muerte, conexión con un espacio primigenio que parece habitar en todo el libro. Cada cuento tiene su propia matrioska, origen y fin dentro de sí mismo. Cada cuento es también un fragmento del mundo, donde los personajes miran con distancia, con un cinismo clínico que les permite sobrellevar la vida. Y en cada cuento caen máscaras, la vida se aligera desde la posibilidad Bartleby de preferir no hacerlo y no comulgar con imposiciones, como lo hace la misma Marcela.

(*) Texto leído en la presentación de Matrioskas en el Ochoymedio el 17 de abril de 2014.

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