POR CECILIA VERA DE GÁLVEZ*
«Permitir que unas autoridades, por muy cubiertas de pieles sedosas y muy togadas que estén, entren en nuestras bibliotecas y nos digan cómo leer, qué leer, qué valor damos a lo que leemos es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios. En cualquier parte nos pueden atar leyes y convenciones, ahí no tenemos ninguna». Así se refiere Virginia Woolf a los críticos en el último capítulo de su ensayo «¿Cómo debería leerse un libro?». Sin embargo, y aunque hable con tanta ironía sobre quienes hacen crítica literaria, avanza en tal capítulo hacia el reconocimiento de que es inevitable una valoración de lo que se lee —eso sí, a partir de una lectura apropiada o, como yo la llamaría, pertinente.
Por otra parte, el excelente novelista español Javier Cercas desarrolla toda una teoría en su libro El punto ciego para validar la crítica hecha por un escritor como él, tanto acerca de obras de otros autores, como sobre las propias. Afirma que «la literatura avanza siempre por delante de la crítica y el mismo insobornable individualismo que anima la búsqueda del escritor le permite detectar, en determinadas obras, virtudes escondidas u olvidadas». Y más adelante continúa: «igual que el cerebro rellena el punto ciego del ojo, permitiéndole ver donde de hecho no ve, el lector rellena el punto ciego de la novela, permitiéndole conocer lo que de hecho no conoce, llegar hasta donde, por sí sola, nunca llegaría la novela». He ahí un reconocimiento a la coautoría que incorpora al lector como parte de lo que se descubre a partir de la creación. Y se explica entonces ese encuentro entre dos voces del que habla el pensador Tzvetan Todorov en Crítica de la crítica, el que se da entre el autor y el crítico cuando éste último realiza el estudio y la valoración de una obra literaria.
Hasta aquí, las reflexiones seleccionadas nos orientan inexorablemente hacia el acto de la lectura interpretativa como el aspecto con el que se relaciona la tarea valorativa de la obra literaria: responder a la pregunta implícita que plantea. Por ejemplo, decodificar el lenguaje que el uso retórico ha convertido en poesía; apreciar una temática propuesta como hilo de unidad en un conjunto de cuentos; identificar la caracterización de un personaje, etcétera.
El ensayista venezolano Domingo Miliani, en su trabajo La crítica literaria hoy, la define como «un discurso descriptivo, analítico y valorativo de un texto literario… Su primera y básica función es asediar el texto literario, revelarlo y valorarlo». Teniendo entonces como evidente que se necesita realizar un abordaje del texto literario desde alguna teoría que corresponda —como, por ejemplo, la psicológica, la feminista, la queer, la psicoanalítica—, la valoración podrá realizarse sea, como mencionan algunos, in media res (a medida que se realiza el análisis), o al finalizar el estudio. Lo expuesto evidencia la necesidad de una preparación que daría como resultado una crítica especializada.
Existen otros tipos de crítica, la del ensayo de impresión tras una primera lectura —que puede incluir abordajes diversos—, o simplemente la crítica que no se enmarca en las ciencias de la literatura (historia, análisis y crítica académica) sino en la comunicación cultural: me refiero a las reseñas para medios periodísticos, diarios y revistas.
Es interesante constatar que no ha cambiado mucho lo que hace casi cuatro décadas declaraba, respecto a la situación de la crítica literaria, la escritora y académica mexicana Margo Glantz: «Hasta hace poco escribir crítica literaria o enseñar literatura eran problemas que no se cuestionaban, se ejercían. Ahora se pone en tela de juicio su mera existencia y las universidades consideran a la literatura como la menos útil de sus disciplinas y la más apta para sus alumnos más ineptos, traduciendo un intento de imponer una visión cientifista y tecnocrática».
En la actualidad, además, desde un movimiento generado en Europa y que fue muy bien recibido en muchas universidades estadounidenses —más por subsistir que, tal vez, por convicciones teóricas— se intentó hacer una labor secundaria a la valoración de la literatura como propuesta estética. Esto para reemplazarla, en lo que se conoce ahora como Estudios Culturales, por interpretaciones relacionadas con diferentes problemáticas como el colonialismo, las exclusiones étnicas o de minorías, las representaciones sígnicas autóctonas, etcétera. Se elude así su reconocimiento y valoración como propuesta estética. Al momento, todavía se intenta un diálogo entre teoría y crítica literaria con los Estudios Culturales, como lo propone la ecuatoriana Alicia Ortega, quien describe esa nueva perspectiva como el intento de «problematizar la noción misma de literatura en el sentido de incorporar en ella los textos producidos por la cultura no ilustrada, de cuestionar la relación entre literatura y subalteridad» y ratificar la contaminación constante de la literatura con «otros discursos: jurídicos, social, económico, histórico, marginal, fantástico, entre otros».
Tales alternativas de análisis e interpretación de lo literario propuestas como práctica sustitutiva de la crítica literaria, dentro del mismo espacio de la academia estadounidense, son totalmente rechazadas por connotados críticos como el ecuatoriano Wilfrido H. Corral, quien tiene un amplio conjunto de obras de apreciación de nuestra literatura y de la de Latinoamérica. Otro de los problemas que se le atribuye a la labor de la crítica tiene que ver con la consagración o no de la obra literaria, con su inclusión en los cánones de lectura, ejemplo de lo cual es el autor de la obra con ese nombre: El canon occidental, de Harold Bloom.
Lo expuesto nos lleva a mencionar el siguiente problema: el del discurso cultural hegemónico que continúa existiendo, aparte de lo ya mencionado con la academia estadounidense, sobre todo entre el viejo mundo y las culturas de otros continentes. Parecería inadecuado y fuera de lugar poner este tema todavía sobre la mesa pero la realidad lo ratifica. Quizá, en lo que va del presente siglo, poco a poco, tal problema presente visos de solución gracias a la labor de ciertas grandes editoriales y, sobre todo, pequeñas editoriales independientes. Como afirma Domingo Miliani: «La literatura está en constante proceso de valorización y depreciación, puesto que no escapa a la dinámica social y al gusto o el consumo, mal que nos pese».
En diferentes momentos de la evolución de la crítica literaria, se ha mencionado la situación de crisis en la que se encuentra. Gabriela Pólit Dueñas se refiere a esta crisis como «una suerte de palimpsesto con el que se escribe una y otra vez, se trazan surcos que dividen territorios interpretativos a la vez que generan diversas formas de comprensión. La crisis, como el palimpsesto, es una y son varias, se repite, se borra y se vuelve a escribir». Con este marco, desde que se inició la dinámica circulación del saber mediante redes de diferente índole, afrontamos una nueva situación muy representativa del inicio del siglo XXI: la proliferación de las obras literarias, peligrosamente indiscriminada en cuanto a su calidad y maravillosamente accesibles rompiendo las antiguas barreras geográficas que aislaban las literaturas nacionales, por ejemplo. Aparentemente, el libro real ha disminuido su circulación y el virtual se multiplica de manera significativa. A la vez, las valoraciones críticas aparecen en diferentes formatos digitales: redes, grupos cerrados, páginas y blogs de periódicos, de creadores, de críticos y de lectores expertos e inexpertos.
Este momento de auge de la digitalización literaria, tanto en la escritura como en la lectura y la crítica, según algunos criterios, reubica la relación escritor, crítico y lector, la vuelve una relación horizontal en la mayoría de los casos. Jorge Téllez, en la revista Letras Libres, afirma: «A mi juicio, la mayor aportación del mundo digital a la creación y la crítica literaria tiene que ver con la inclusión, en el debate público, de los conceptos de apertura e inestabilidad. La caracterización de la academia como espacio cerrado no funciona. Se trata de ampliar el espacio de la discusión y de buscar nuevas rutas para pensar y analizar la literatura. Incluso las ideas de alguien como [Terry] Eagleton —un agrio antagonista de la tecnología— comparten la voluntad inclusiva, el interés multidisciplinario y, más importante, la construcción de redes del conocimiento que tanto se exaltan en el mundo digital».
Quiero terminar recordando mi lectura de uno de los últimos artículos de Beatriz Sarlo en el diario español El País. Ahí se refiere a la recomendación de Walter Benjamin de evitar el uso de la primera persona cuando un escritor se inicia, dejándola para cuando haya adquirido experiencia suficiente: «La literatura no tiene un código civil de prohibiciones y licencias. Nadie puede decir sensatamente que no debe escribir de cierto modo, dado que la historia misma de la literatura moderna es un museo de transformaciones inesperadas». Lo que nos hace retornar a Virginia Woolf: solo hágase entonces, sea desde la crítica especializada o desde la buena experiencia lectora, un recorrido profundo por el camino de cada obra literaria con la que uno se encuentre.
Fuentes:
– Virginia Woolf, El lector común.
– Javier Cercas, El punto ciego.
– Tzvetan Todorov, Crítica de la crítica.
– Domingo Miliani, La crítica literaria, hoy. (Compilación).
– Margo Glantz, La crítica literaria, hoy. (Compilación).
– Alicia Ortega, Crítica literaria ecuatoriana. Hacia un nuevo siglo. (Antología).
– Gabriela Pólit Dueñas, Crítica literaria ecuatoriana. Hacia un nuevo siglo. (Antología).
– Jorge Téllez, «La otra crítica literaria».
– Beatriz Sarlo, «Encerrar el yo en una lata».
(*) Una versión de este texto fue leída en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, realizada el pasado mes de septiembre.