Fotografía de Daniel Mordzinski |
POR TATIANA LANDÍN
Crónicas, ¿para qué? “Se escribe para tratar de entender”, sí, siempre hemos tratado de entender. Tenemos la ficción y sus pactos de lectura. Sabemos que nos cuentan algo que es mentira y por otro lado, sabemos que nos cuentan algo que es verdad (parafraseando a Martín Caparrós). Por lo tanto, queda claro que los límites entre periodismo y literatura ya se cruzaron hace tiempo.
Se habla de un boom del periodismo latinoamericano cuando la crónica fue tan bien tratada por los modernistas y mucho tiempo después por algo conocido como el Nuevo Periodismo norteamericano en los sesenta. Los abordajes para cada tiempo son distintos y el testimonio de cada época se recoge en una variedad de expresiones artísticas.
En el desfile de cronistas latinoamericanos hay una gran variedad para apreciar los distintos estilos y experiencias en el amplio territorio de las realidades latinoamericanas. Hay entonces voces que encuentran una particular relación entre realidad y texto, entre lo que es saber narrar y conjugar información con las libertades del lenguaje.
Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967) es el nombre que no puede faltar en el actual panorama de la crónica latinoamericana. Ella es periodista. Ella es cronista. Ella es lectora de literatura. Siempre se define así y siempre encuentra una forma de conducir su narrativa a su propio ritmo.
La experiencia de Leila Gurriero empieza en 1991 en el periódico argentino Página/12. Actualmente colabora en La Nación de Argentina, El País, de España, El Mercurio, de Chile, y Gatopardo, de México, espacio donde también ejerce labor editorial. Sus trabajos están incluidos en las antologías Las mejores crónicas de Gatopardo (2007), Crónicas Soho (2008), Mejor que ficción (2012) y Antología de crónica latinoamericana actual (2012). Sus títulos individuales son: Los suicidas del fin del mundo (2005), Frutos extraños (2009), Una historia sencilla (2013 y la reciente Zona de obras (2014). Su texto “El rastro de en los huesos”, recibió el Premio Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en 2010.
Leila Guerriero utiliza un lenguaje poético en la mayoría de sus crónicas y usa herramientas propias de la literatura. Esta cualidad de su estilo narrativo es abordable con la idea que Richard Rorty desarrolla en el texto Contingencia, ironía y solidaridad: «Todos los seres humanos llevan consigo un conjunto de palabras que emplean para justificar sus acciones, sus creencias y sus vidas (…) Son las palabras con las cuales narramos, a veces prospectivamente y a veces retrospectivamente, la historia de nuestra vida. Llamaré a esas palabras el “léxico último” de una persona».
De esta manera el concepto “léxico último” es una posibilidad para apreciar la producción periodística de Guerriero. A partir de esta particular construcción del lenguaje, la autora acerca al lector una realidad comúnmente desconocida, se apropia de ella y le da un sentido a contextos casi siempre invisibles:
El mundo no habla. Solo nosotros lo hacemos. El mundo, una vez que nos hemos ajustado, una vez que nos hemos ajustado al programa de un lenguaje, puede hacer que sostengamos determinadas creencias. Pero no puede proponernos un lenguaje para que nosotros lo hablemos.
En su trabajo, Rorty introduce el término “ironista” para referirse a quienes cuestionan los límites del “léxico último” y que analizan el hábito “de haber aprendido el lenguaje equivocado y haberlo convertido con ello en la especie errónea de ser humano”. En Guerriero la exploración de su territorio lingüístico demuestra la capacidad de adecuar su discurso a un segmento de la realidad, muchas veces lejano, muchas veces desconocido:
Es un ironista exactamente en la medida en que su propio léxico final no contiene tales nociones. Su descripción de lo que está haciendo al procurar un léxico último mejor que el que utiliza habitualmente, está dominado por metáforas del hacer más que el del descubrir, de la diversificación y de la originalidad antes que de la convergencia con lo que ya estaba presente. Concibe los léxicos últimos como logros poéticos antes que como frutos de una investigación cuidadosa según criterios previamente formulados.
La intervención periodística de Guerriero está ligada a varias formas de afrontar los ámbitos que describe en sus textos y ese “léxico único” se materializa en la elección de sus temas: ¿Qué realidad le preocupa? ¿Cuáles son sus historias?
En Leila Guerriero hay una notable colaboración entre su quehacer periodístico y el manejo de un lenguaje que demuestra una preocupación por el otro. Esta característica justifica las decisiones que derivan de la siguiente regla del Literary Journalism: “Los periodistas literarios desarrollan el significado al construir sobre las reacciones del lector”. Las crónicas de Leila Guerriero revelan una aguda sensibilidad y participación en el drama del otro, lo explico con Rorty:
En particular, las novelas, las obras de etnografía que nos hacen sensibles al dolor de los que nos hablan nuestro lenguaje deben realizar la tarea que se suponía que tenían que cumplir las demostraciones de la existencia de una naturaleza humana común. La solidaridad tiene que ser construida a partir de pequeñas piezas, y no hallada como si estuviese a nuestra espera.
En el discurso narrativo de Guerriero se encuentra una de las nociones de solidaridad a las que se refiere Rorty: “¿Qué otra cosa puede ser, si no la solidaridad humana, nuestro reconocimiento de una humanidad que no es común?”
Las descripciones, cuando describir es una característica esencial en las crónicas, están matizadas por una construcción de imágenes y términos recurrentes que dan hasta un ritmo único al material escrito:
La función poética no es la única función del arte del lenguaje, sino la función dominante de aquél, y determinante, mientras que las demás actividades verbales desempeñan tan solo un papel subsidiario, accesorio (…) Es obvio que la función poética del lenguaje no caracteriza a un solo tipo de discurso, por ejemplo, la poesía o la literatura. Todo ejercicio del lenguaje, aparte de la poesía puede dar esta función poética.
El recorrido por las crónicas de Guerriero da como resultado una consistente combinación entre datos de la vida concreta e imágenes poéticas. Su estilo avanza diseñando un armonioso sendero adoquinado por los adjetivos adecuados y las prosopopeyas que animan cuadros al parecer grises por estar al servicio de la información:
– Subí a mi cuarto. Cerré la puerta. Encendí el televisor y no había nada. Sólo estática, una nube gris. El viento arrancaba las ventanas de su sitio, los dientes y las muelas.
– Cuando me acosté el ruido de las ventanas era un temblor profundo, una maldad interminable.
– No había nadie en la calle. El viento sumergía a la ciudad en un velo triste de polvo.
– Cuando me acosté el ruido de las ventanas era un temblor profundo, una maldad interminable.
– Afuera los árboles grises parecían hechos de plumas, de alas muertas, arañados por una fuerza con malas intenciones.
– Afuera el viento era un siseo oscuro, una boca rota que se tragaba todos los sonidos: los besos, las risas. Un quejido de acero, una mandíbula.
Este flujo de datos secos, directos, crea un mundo tan parco y duro como el que recogen las palabras, sello estilístico de la autora que posibilita encontrar en cada descripción una sucesión de imágenes, repeticiones que golpean las líneas en una cadena sonora que saca al lector de la mera inteligibilidad y lo aproxima a las sensaciones. Vale asociar el fenómeno a lo que Hans-Georg Gadamer menciona en “El texto eminente y su verdad”:
Así como la palabra «texto» refiere, en realidad, al entrelazamiento de los hilos en un tejido que, por sí mismo, se mantiene unido y no deja que los hilos se salgan de su sitio, así también el texto poético es texto en el sentido de que sus elementos convergen en una palabra unificada y en una sucesión armoniosa de sonidos. Esta unidad constituye no sólo la unidad del sentido del discurso, sino también, con el mismo impulso, la de una configuración de sonidos.
En los textos de la autora argentina se observa como una de las características fundamentales de su trabajo el discurso cotidiano, convertido en una línea de rastros poéticos y en palabras de Gadamer: “Un texto poético no es como un pasaje en el curso de un discurso, sino que un todo que se sale de la corriente de las palabras que van pasando”. Estas “palabras que van pasando” encuentran su razón de ser en la estructura que la autora elige para contar la historia e ir incorporando los datos informativos. En Una historia sencilla su elección es la frase corta en el primer párrafo para luego pasar de la descripción del espacio e ir intercalando sus reflexiones también en oraciones simples.
En Los suicidas del fin del mundo, la autora decide utilizar la descripción de un espacio y ubicar el tiempo de la narración desde la primera línea. Claro está que en el transcurso de la historia hay saltos en el tiempo, presente y pasado marcan ritmo a este relato:
El viernes 31 de diciembre de 1999 en Las Heras, provincia de Santa Cruz, fue un día de sol. Había llovido en la mañana pero por la tarde, bajo el augurio favorable del que parecía un verano glorioso, se hicieron compras, se hornearon corderos y lechones y se vendieron litros de vino y de sidra. Allí, y en toda la Argentina, se preparaba la juerga del milenio con fiestas, alcohol y fuegos de artificio. Pero en Las Heras, ese pueblo del sur, Juan Gutiérrez, 27 años, soltero, sin hijos, buen jugador de fútbol, no vería, de todo eso, nada. No sabía mucho de la muerte – como no lo supieron los demás, los otros 11- pero el último día del milenio supo que no quería seguir vivo.