Crisis y movimiento de la crítica

POR: BERTHA DÍAZ MARTÍNEZ.
Uno de los oficios más difíciles de ejercer en nuestro contexto es el de crític@ de arte —en cualquiera de sus ámbitos—. Y digo aquí, aunque sé que la naturaleza misma de este oficio es conflictual, porque nuestras singularidades político-culturales (que anulan la posibilidad de diálogo y debate y que nos encaminan hacia la homogeneización del pensamiento) agudizan la dificultad que representa su abordaje.
Quienes nos dedicamos a esta labor hemos tenido que lidiar con insultos de todo tipo por parte de artistas-curadores-programadores-productores-gestores-público, con aquella pobre etiqueta que nos encasilla como artistas frustrados, a la vez que como resentidos sociales; con editores de publicaciones que piensan que una crítica puede lastimar sus buenas relaciones con el gremio artístico y con estrategias de seducción de los que intentan negociar con nosotros para, justamente, evadir aquello que está en el centro mismo de la crítica: la puesta en crisis. Pero, además, hemos tenido que lidiar con algo más severo aún: una idea instalada dentro del mismo oficio que pone a la crítica como espacio para el juzgamiento y que ha condicionado el modo en el que se ejerce así como, también, su objetivo.
Mi insistencia en poner en crisis y movilizar la forma en la que funciona el oficio de la crítica tiene un afán ensanchado: ahondar en el sentido del arte, en sus diálogos con el tejido social y en las funciones que tienen el arte y la crítica hoy en día, así como sus relaciones con los otros actores que forman parte del quehacer artístico. Del mismo modo apunta a poner en palabras ciertas intuiciones relacionadas con los movimientos que pienso que estamos llamados a ejercer, tanto artistas como críticos, no sólo para que el arte se transforme, sino para que la vida se replantee, pues como decía Robert Filliou: “El arte es lo que hace a la vida más interesante que al arte”.
Antes de seguir creo que vale lanzar algunas consideraciones que están en la fase preliminar  de acción del crítico, es decir en su fase de observador de la obra, y en un par de ideas que laten dentro del imaginario que rodea al arte (elegidas de manera arbitraria). La primera de estas ideas es aquella que asocia al arte con la diversión. Divertir, dice la RAE, viene del latín divertĕre: llevar por varios lados; entretener, recrear; apartar, desviar, alejar; dirigir hacia otra parte un líquido… La idea de diversión en el arte implica la diversificación de la materia que constituye el mundo y, con ello, de su sentido. La segunda —emparentada con la anterior— dice que el arte se manifiesta como algo distinto al ordenamiento del mundo y que, a su vez, distingue al mundo, es decir, como un gesto subversivo que incide en el constructo social. Aquí también cabe señalar que se debe entender la palabra subversión en sus dos acepciones: en su dimensión revolucionaria y, a la vez, como sub-versión o como una versión menor a la oficial, una que late por debajo de la hegemónica en una frecuencia que se rehúsa a ser la regulada.
Sólo tomando estas dos consideraciones, entonces, la crítica tendría un primer trabajo que hacer:  indagar en si la obra de arte propone renovadas maneras de relacionarse con el mundo o si se queda como representación oficial del mismo, como espejo que no transgrede su imagen. La crítica tendría que poner en movimiento la pregunta de si la obra es capaz de divertir, pero no intentando calificarla o juzgarla, llenándola de criterios, sino desde un ejercicio de escucha profunda de la obra misma con el propósito de “sacar a la luz su carácter”, como dice Jean Luc Nancy en cierta entrevista que le hicieran en Diario La Nación en el 2012 y en donde habló tangencialmente de la función de la crítica.1
El mismo Nancy en su libro A la escucha dice que “el sentido es, en primer lugar, el rebote del sonido, un rebote coextensivo a todo el pilegue/despliegue de la presencia y del presente que hace o abre lo sensible como tal”.2  Ese sentido —entendido como significado— que articula la crítica sobre la obra de arte estaría, entonces, totalmente ligado a una relación de la obra de arte desde lo sentido, es decir, desde el territorio de lo sensible. Tal ejemplo nos permitiría desplazarnos de una crítica racionalista emparentada con el logos, que se ubica como voz autorizada para constreñir la obra a adjetivaciones fijas, y entendida como práctica autoritara, hacia una crítica que desde la agudización de una escucha, de un reconocimiento de esa materia sensible, identifica si la obra genera una posibilidad de encuentro con el mundo ‘otra’ y no la califica sino que le otorga insumos para ponerla en movimiento.
Una crítica entendida en estos términos se aleja de la idea de representación, sustituto e interpretación calificadora de la experiencia del arte, y se ubica como reflexividad que se genera desde el sentir. Esta reflexividad no recae en la obra de arte solamente, sino también sobre el  trabajo mismo de escritura crítica. Revolucionar la relación con la obra de arte implica un replanteamiento mismo del acto escritural. El emancipar a la crítica de la esfera racionalista y categórica permite que la misma no se ubique en tanto que institución que mira a la obra de arte desde fuera, sino que se integre al circuito del arte y, al integrarse a la esfera artística, se ubica como alteridad dialogante de la obra, como su par cómplice que genera una tensión que la invita a la transformación.
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1.- Rey, Pedro B «Nunca tuve gran cosa que elegir en la vida». Diario La Nación, 14 de diciembre de 2012. http://www.lanacion.com.ar/1536317-nunca-tuve-gran-cosa-que-elegir-en-la-vida. [última consulta: 23 de marzo de 2014].
2.- Nancy, Jean-Luc. A la escucha. Amorrortu Editores. Buenos Aires, 2007. Páginas 61-62

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