Cinco minutos con David Foster Wallace

El David Foster Wallace fractal. El que se expande en un juego de repetición/creación hasta obtener una estructura final complicada, extensa, que se puede asir, que es impresionante. Una obra que es obra de la acumulación, y esta acumulación, en esta suerte de escritor que parecía no echar a la basura ningún papel, ninguna idea, y coleccionar hasta pies de página, es lo que atrapa y repele. Y esa necesidad de sumar oraciones, ideas, explicaciones, nociones, historias detrás de historias (posmodernismo para el pueblo) nos habla de una experiencia temporal para el lector, y nos coloca en posición de preguntarnos: ¿qué demonios pasaba por su cabeza para dedicarse a estos proyectos tan grandes, tan extensos?
No hay que responder la pregunta.
Es torpe hacerse una pregunta.
No hay torpeza para un lector de David Foster Wallace.
Especialmente cuando caes en el terreno en el que menos se lo espera: en ese espacio en que su obra dura poco, en el que las páginas de algún cuento o ensayo se cuentan con los dedos de las dos manos. El David Foster Wallace que se lee en cinco minutos tiene la potencia de esa obra que dura mil páginas. 
Siempre que me preguntan sobre David Foster Wallace empiezo por esto, por los textos cortos que suelen contener, entre otras cosas, ese universo en eterna construcción, que es lo que termina por definir todo su trabajo. Empiezo por el final, por lo menor, por lo menos impactante, pero que se sigue expandiendo en tu cabeza cuando cierras el libro y piensas en las líneas de, digamos, “Encarnaciones de niños quemados”, cuento incluido en Extinción (Publicado originalmente en inglés como Oblivion, en 2004), el último libro de relatos que publicó antes de acomodar de mejor manera todo lo que estaba escribiendo y colgarse. 
El padre arregla la puerta de un inquilino y llega el grito. Corre y ve al niño mojado, rojo, gritando. De él sale vapor. La madre también grita. La desesperación gana y todo va y viene. Ir y venir, la marea de la desesperanza. Nos movemos con ese narrador que solo documenta desde la distancia, desde la cabeza de los seres que estamos contemplando, desde afuera y adentro. Esa distancia te desbarata. La cercanía te golpea. Esa distancia es el agua caliente que ha quemado y que sigue quemando. Lees, son dos páginas y algo más. Sabes que eso que pasa mientras avanzas con tu lectura es también la construcción del ciclo vital del agua. Piensas que eres líquido, que eso está en ti, también. Asumes el contacto y lo frágil que puede ser el tránsito de una etapa a otra. El padre recuerda, la voz que nos cuenta todo sabe lo que va a venir después. Reprochamos, porque es necesario hacer del reproche otra de las etapas de transición de la vida, que se escapa. ¿Por qué ese suplicio? El agua es también horror y sabes que David Foster Wallace no abandera la gran literatura por ser gran literatura. Hay algo ahí con esos géneros pequeños o menores que él trata con el mayor de los respetos. Es la vida, se trata de eso. También de la muerte.

“Encarnaciones de niños quemados” no se puede leer sino como un cuento enmarcado en el horror, con un narrador que avanza como el cauce de un río, en un solo párrafo gigante, que cuenta y nos lanza un puñete como si fuera una frase cualquiera. “Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo”. El cuento se difumina, no profundiza en el dolor porque ya lo sabemos, le abrimos el camino en nosotros. Porque un niño quemado siempre nos va a destrozar la calma, va a doler. La narración es el flujo del agua que no es vital. El mismo flujo que nos da un final que consigue hacernos respirar con la dificultad de una mano agarrándonos del cuello. 

Siempre que hablo con alguien que no ha leído a DFW, sea por la razón que sea, le recomiendo este cuento. Luego le digo que lea “La filosofía y el espejo de la naturaleza”, del mismo libro. Después le pido que siga con el resto.
Luego viene Entrevistas breves con hombres repulsivos. Y termino con La niña del pelo raro
Sí, parto de sus relatos. Porque en ese juego de falsa concreción se esconde todo ese deseo de abarcar una experiencia completa a través de momentos. Desde un punto A que se expande hacia todos los puntos B, C, D, E, F, G existentes, uno sobre otro, como una colcha de retazos que más que conseguir dar un sentido único, consiguen devolverle a la experiencia de la lectura la idea de que la longitud es lo menos importante. Existen estas cosas cada vez más pequeñas que se van abriendo y que nos hacen medir el hecho narrativo desde otra perspectiva. Un niño pequeño pensando en su adultez, o un adulto pensando en la adultez de un niño quemado, cuando el vapor se ha tragado todo. Y en ese intento de medición de los daños, se recupera algo. No solo se trata de leer más, se trata de que esa lectura se vuelva más y más grande, sobre todo cuando cierras el libro.
A veces, en serio, me pasa que prefiero el David Foster Wallace de estos cuentos, o el de su ensayo sobre el humor en Kafka, o su texto sobre la biografía de Tracy Austin.
Cinco minutos con él son suficientes.

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