Canon y dominación: Otros modos de entender la poesía ecuatoriana en un país sin lectores

POR ERNESTO CARRIØN*
1.- DIVAGACIONES INICIALES
Como debo empezar por algún lado, lo haré explicando mi punto de vista: no soy partidario de dotar de complejidad los textos, aunque estemos dentro de una charla académica. Lo académico no tiene por qué ser difícil, ni estar inflado de metalenguaje literario, no pretendo ser entendido por unos cuántos, sino por todos quienes estén interesados en oírme. La idea de que lo complejo engendra alguna exquisitez, es una prolongación de un espíritu clasista que pretende decirnos que sólo unos cuántos pueden acceder a dicho manjar literario. Descarto todo este tipo de cosas, absurdas para un escritor que lo que quiere es expresarse y tocar otras conciencias, así como descarto cualquier formación de canon literario.

Las primeras preguntas que me asaltan, ante la supuesta necesidad de formular un canon literario dentro de un país, son las siguientes: ¿Cómo construir un canon si las preferencias literarias —en cualquier sujeto lector— varían irremediablemente con el transcurso de los años? La poesía y la narrativa que disfruto a mis treinta y siete años no es la que disfruté cuando tenía veinte, ni será la misma que disfrutaré a los cincuenta. No sólo el gusto se modifica, incluso la percepción sobre una misma obra se modifica a través del tiempo. Entonces, ¿cómo puede formularse un canon, si el gusto mismo no puede ser una cualidad estática sino más bien errática? Además, ¿no se trata el arte de movimiento libre?

Diré que la poesía (práctica que he realizado por más de dieciséis años, lleno de inquietud y en una progresiva reinvención de mi identidad, cercado por las mismas preguntas) desnuda la vida, muestra las fragilidades humanas, el silencio lo colma de interrogantes, así como a las interrogantes las colma de silencio, sin embargo no puede cambiar nada, no puede alterar la realidad, la poesía no puede hacer otra cosa que lo que hace: expresar una frustración. Y sobre esa paradoja de nuestra existencia, sobre esa frustración de manifestarnos contra lo irremediable, es que se levanta la poesía. Por eso su existencia es también irremediable.

Lo que enseña la poesía, lo que nos entrega, son modos diversos de experimentar el mundo, el cuerpo, la eternidad y la muerte. Son discursos íntimos y universales que nos permiten entender otras sensibilidades, incluso ajenas a la nuestra. La experiencia de leer poesía si bien nos cautiva en la identificación con ciertos autores, nos estupefacta aún más frente a esos autores con quienes no podemos identificarnos, y que por lo mismo, dicha no-identificación o no-espejismo nos arroja a un espacio descolocado de nuestra identidad y por lo tanto mucho más enriquecedor. El simple hecho de que el lector eficiente (que sí existe) no se identifique en esos poemas, lo obliga a sumergirse en su valor literario y artístico, así como en su historia personal.

¿Y quiénes son esos autores que no provocan una identificación mayor en los lectores? Casi siempre autores ajenos al canon, marginados por su sexualidad, su etnia, su credo, su provincialismo, en definitiva: autores aislados de todo lo oficial por poseer una identidad que no es acorde a los valores que un canon pretende promover como único receptáculo de la identidad de un país. Aquí vale recalcar entonces: un canon literario no solamente promueve un tipo de literatura sobre otra, sino que cuando realiza este desplazamiento subjetivo, está además promoviendo los contenidos con los que está de acuerdo el Estado o el fantasma de la gran mayoría. Si bien la mayoría no participa de la creación de un canon literario (pues la mayoría no lee poesía, ni está al corriente de sus autores nacionales), existe ese fantasma de la gran mayoría que no es otra cosa que el modo en que un país se mira a sí mismo, lo que concluye con la formación de una especie de ideología de la cultura nacional. Esa mirada que tiene un país sobre sí mismo (digamos: católico, heterosexual, cosmopolita, etcétera) es lo que predomina al momento de organizar un canon. Y esa mirada parcial, sesgada, es siempre la mirada de unos cuántos. Por eso Cuba, por ejemplo, tuvo un canon literario socialista que demoró años en reconocer a Lezama Lima.

2.- PEQUEÑAS BATALLAS ACADÉMICAS
La literatura no es simplemente lenguaje; es también voluntad de figuración…
Harold Bloom, El Canon Occidental
En un sentido antiguo, pero no tan ajeno, la palabra Canon viene del griego Kanon —que no era otra cosa que una vara de medición— así comparte raíz esta palabra con las palabras canuto, cañón y caño. Se trata de una regla, entonces, de un instrumento que nos sirve para medir algo específico. Lo que nos aproxima a entender la palabra Canonización –que no es sino el acto mediante el cual la iglesia católica eleva a la categoría de santo a una persona específica fallecida, luego de haber medido sus actos en vida y sus milagros post mortem. Se trata de ubicar a El Canonizado en una lista de otros canonizados donde poder recibir culto público por los siglos de los siglos.

En 1994, apareció el libro El Canon Occidental de Harold Bloom, y desde entonces hasta nuestros días (20 años después), se han popularizado con tal fuerza los términos Canon, Canonizado, Los Clásicos y Los Nuevos clásicos, en un sinnúmero de países, que parecería que lo literario y lo canónico hubiera existido previo a lo canónico y lo pontificio. Lo cierto es que Harold Bloom estaba lidiando con su pequeña batalla académica, cuando escribió su libro; se había desvinculado ya del decontructivismo y de los estudios académicos de géneros y multiculturales. Buscaba rescatar el romanticismo inglés, y forjar puentes entre autores del pasado y autores del presente, para de esa forma asegurar la eternidad de la buena literatura. Bloom pensaba que la literatura (la mejor, la que para él contaba con elementos fundamentalmente estéticos, éticos y eternos, no digamos telúricos y/o épicos) podía desaparecer sino se forjaba un canon. Además entendía la literatura como un sistema implícito de competencias entre autores [1].

El problema es que no existe tal cosa llamada la buena literatura. Existe la literatura o no. Citando a Miguel Donoso Pareja: no existen malos poetas, sólo existen poetas. Los otros, evidentemente, no lo son. Y la elevación de cualquier canon, que lo que persigue es atar el pasado para que exista un futuro literario prometedor dentro de los parámetros de los gustos artísticos (suponemos permanentes) de los críticos y autores que construyen el canon por nosotros, realiza además un desplazamiento de otros autores que, contando con una calidad literaria indiscutible, les será otorgado —con suerte— la calificación de autores emblemáticos, y sus obras no generarán ramificaciones como sucede siempre con los autores canonizados. Un canon supone vasos comunicantes entre autores de diferentes épocas. Un canal por el que ciertos valores, símbolos y lineamientos estéticos se perennizan —pasando de una generación a la siguiente. Salvando del olvido lo que la ideología de la cultura nacional decide que es parte de la buena literatura.
Quiero resaltar dos puntos, que nos ayuden a tomar en cuenta algunas diferencias:

1. Un autor de culto o un poeta emblemático, no es lo mismo que un poeta canónico. El poeta canónico —necesariamente para ser canónico— (o para ser situado en tal espacio simbólico- debe poseer y representar las cualidades, los valores y los deseos aspiracionales de la gran mayoría (de su fantasma), y estas cualidades, valores y deseos deben ser los mismos con los que un Estado-Nación se siente cómodo. Por eso la literatura que incomoda jamás será canonizada. Además no nos olvidemos de que la palabra Emblema significa lo que está puesto dentro o encerrado, o algo que representa una noción abstracta. 2. Estas pequeñas batallas, como la de Harold Bloom, son batallas académicas. Suceden en las universidades, y de allí viajan en formas de contenidos a los ministerios de educación y cultura, a los medios de comunicación, a las plataformas culturales, a las escuelas, dentro de los textos de estudio. Se propagan a través de los análisis y ensayos de estos mismos críticos (ayudados por poetas y por otros poetas/ críticos) sobre las figuras en cuestión que buscan canonizar para la salud de la buena literatura. Esa es la literatura que quienes deciden por nosotros no sólo nos obligan a leer, sino a reproducir modélicamente y a recomendar.


3.- HISTORIA DE LAS TRÍADAS NACIONALES
La crítica, observó Oscar Wilde, es la única forma 
civilizada de autobiografía, y Oscar siempre tenía 
razón.
Harold Bloom, Poesía y Creencia

Al momento de analizar el canon en la poesía ecuatoriana de los últimos veinte años, me vi forzado irremediablemente a viajar hacia mediados del siglo XX y mucho más atrás.

Aunque empecé a escribir desde niño, fue en la universidad cuando me asumí por primera vez como escritor de poemas. Aunque lo que hacía, en ese entonces, carecía de cualquier valor literario. Recibí recomendaciones académicas, que siempre vienen de algunos amigos y profesores, sobre qué libros leer, y quiénes eran los poetas más valiosos. Me detengo nuevamente: ningún autor puede tener mayor o menor valor que otro. Fue en esa lista canónica y determinante, limitante y escasa, donde sentí por primera vez la pobreza de nuestra visión literaria sobre nosotros mismos. Ceguera o mezquindad, ya que bien pude haber leído a tantos otros poetas ecuatorianos que no formaban parte de esas recomendaciones académicas. Esto, por supuesto, terminó alejándome de la poesía nacional. Y me causó un tedio profundo la lectura de los libros de los poetas contemporáneos publicados en los noventas y en gran parte de la primera década del siglo XXI.

Algo que particularmente me sigue llamando la atención en la elevación del canon poético ecuatoriano, es cómo lo estrictamente católico sigue manteniendo una fuerza simbólica extraordinaria. Evidenciar cómo no se ha desvinculado —en el caso ecuatoriano— lo pontificio de lo canónico, es algo que merece no solo nuestra atención particular, sino que revela la misma condición sicológica de nuestra sociedad y sus críticos al momento de forjar una línea artística que nos vincule con una historia y un futuro nacional. Y cómo en ese deseo de construir un canon cosmopolita (sin mayores tintes nacionales y despojado de cualquier conciencia civil) se terminó orillando nuestra poesía precisamente a ese provincianismo del que se pretendía huir.

En el Ecuador, la poesía ha sido fuente de un mayor análisis únicamente desde su etapa modernista. Así ha sido considerada nuestra lírica: únicamente viva desde aquel movimiento. Los modernistas de mayor presencia fueron los guayaquileños José Aurelio Falconí Villagómez, Medardo Ángel Silva y Wenceslao Pareja y Pareja; el cuencano Alfonso Moreno Mora, los quiteños Humberto Fierro, Arturo Borja; y el manabita José María Egas, entre otros. Entonces en 1949, el poeta quiteño Hugo Alemán, publica un libro titulado Presencia del pasado, libro en el que resalta el valor de tres autores dentro de la corriente modernista: Humberto Fierro, Arturo Borja y Ernesto Noboa y Caamaño (éste último, aunque nacido en Guayaquil, establecido vitalmente en la capital donde termina sus estudios y supone el apogeo del modernismo, junto a sus dos amigos de fórmula). Pienso que es con la mirada del poeta y crítico Hugo Alemán, donde aparece por primera vez la idea de una “tríada literaria” en nuestro país. No un dueto. No un quinteto. Sino una tríada.

La idea de una tríada es, antes que cualquier concepto literario, una idea derivada del catolicismo más tradicional. Por lo tanto: de un catolicismo occidental. Pues sólo reproduce en nuestra psiquis la idea de la santísima trinidad expresada a través del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta canonizada trinidad (repito: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo), es en sí misma un rasgo de la fuerza y del poder espiritual. Y esa idea de Tres en uno, o de la fuerza y el espíritu de tres en conjunto en la empresa de algo, debe poseer una carga simbólica de difícil liberación.

Dentro del análisis de Hugo Alemán, causa extrañeza la ausencia del poeta guayaquileño Medardo Ángel Silva (quien es hasta nuestros días el poeta más emblemático del movimiento modernista). Dice Alemán: “La obra de Borja, Noboa y Fierro —la de éste último poeta un tanto diferente de la que realizaron aquellos— es en su constante y diversa sinceridad, sutil hasta el mayor refinamiento; tan pronto profunda hasta lo sublime como descarnada hasta el cinismo; pero esencialmente dolorosa, sombría de tragedia (…)”. Y más adelante: “Borja, Noboa y Fierro, vierten la renovada expresión de su poesía,  que abandona —en audaz gesto de liberación— los derroteros clásicos. Les sale al paso una jauría de zoilos agresivos. Pero ellos avanzan, sin volver siquiera la mirada, en su alado Pegaso…”

También en el libro de Gladys Valencia, El círculo modernista ecuatoriano: crítica y poesía, se hace mención a los tres principales de Quito. Y aparece allí una referencia al texto: “Arturo Borja, Ernesto Noboa y Caamaño, Humberto Fierro. Charla amigable sobre recuerdos personales de juventud, en compañía de los tres poetas más celebres y desventurados de nuestro tiempo”, publicado en Revista América, en 1959, de la autoría de Francisco Guarderas. Referencia, que ubico, para asentar las bases claras de esa idea original de una primera tríada que es, ante todo, considerada capitalina y célebre.

La siguiente tríada canónica estaría formada por: Alfredo Gangotena, Gonzalo Escudero y Jorge Carrera Andrade. Y fue elevada generando un puente elegante y literalmente oficial con la tríada anterior. Ellos serían los modernistas, estos serán los posmodernistas. Genero un paréntesis aquí: esta charla no pretende poner en duda —de ningún modo— los trabajos literarios de los autores insertos en este tipo de canon capitalino, sino transparentar una ubicación simbólica que se ha venido forjando por décadas y que supone —al menos yo lo supongo— el desvanecimiento de otras poéticas; para con esto dar lugar a una línea (imaginaria o real) en nuestra lírica. Línea que quizás jamás ha existido. Pero línea que ha dado lugar a una poética —a ratos dudosa— como aquella llamada poética del silencio, que en los últimos veinte años apareció reproducida en un sinnúmero de poemarios, de la que hablaré mas adelante. 

Carrera Andrade, Escudero y Gangotena aparecen tantas veces unidos, bajo el deseo de urdir una pirámide que direccione los destinos de nuestra lírica (contribuyendo con la ideología de la cultura nacional), que debe ser la tríada más frecuentada en todos los estudios literarios y libros sobre nuestra poesía. Cito rápidamente algunos: Tres cumbres del posmodernismo: Gangotena, Escudero, Carrera Andrade. Hernán Rodríguez Castelo, 1972. Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y Alfredo Gangotena: Tres grandes poetas. Antología poética. Editorial el Conejo, 1988. Los decapitados y la vanguardia. Antología. Editorial Oveja negra, 1986. Les années fastes: de 1920 a 1960. Enrique Ojeda, Magazine Nuit Blanche, 2004. Identidad y formas de lo ecuatoriano. Juan Valdano, 2005. The Princeton Encyclopedia of poetry an poethics, Fernando Itúrburu, 2009; entre muchos otros estudios, que incluso van sobre otros poetas (como sucede en el prólogo del libro Resplandor Plural de Rubén Astudillo), se ubica a esta tríada como posmodernista o vanguardista.

Ahora, las coincidencias o conexiones entre los autores escogidos para estas dos tríadas (tanto la modernista como la posmodernista), saltan a primera vista: son cosmopolitas de espíritu, algunos ostentan cargos diplomáticos y tienen vinculaciones con los gobiernos de turno durante su larga o breve vida, son hijos de aristócratas o terratenientes andinos, y viven en la capital. Entiendo entonces que lo que se intentó, al momento de pensar este canon, fue urdir un puente imaginario e internacional con ciertas poéticas que estaban sucediendo fuera de nuestro país. Intuyo, además, que se fraguó este canon huyendo de lo local, lo periférico, lo provincial (de cualquier resquicio aldeano), así como de toda poesía que apostara por lo íntimo o coloquial o dislocado, privilegiando así lo considerado grandilocuente, telúrico, épico e indiscutiblemente formal.

Sin embargo con los años, una cuaternidad curiosa empezó a emerger dentro de los análisis literarios. Cuaternidad también religiosa, explicada por Jung, en la Simbólica del Arquetipo. Esa cuaternidad, que en lo religioso está representada por la Virgen María ascendiendo a los cielos, en nuestra lírica estaría dada por la imagen potente del poeta cuencano César Dávila Andrade penetrando en los estudios de los críticos literarios de nuestro país, quienes se vieron empujados o forzados a ubicar su nombre al lado de la santísima trinidad de Carrera Andrade, Gangotena y Escudero. Lo mismo —en menor forma— sucedió con el poeta guayaquileño Medardo Ángel Silva, rescatado por Mario Campaña y Jorge Enrique Adoum, por ejemplo, cuando hablaron de la tríada modernista.

Me detengo en dos grandes interrogantes antes de avanzar:

1. Me pregunto qué sucedió con la poesía de Hugo Mayo (nacido en Manta en 1895), desparecido en las vanguardias nacionales siendo el más vanguardista de todos. Y en cómo el esfuerzo que realizó por agrupar las nuevas tendencias líricas del continente, en sus revistas, ha pasado casi al olvido. Pienso en cómo el refugio de los críticos literarios, al opinar sobre Hugo Mayo, es referirse a lo disperso de su obra, y a la variedad de sus registros que no ofrecen —por lo mismo— una mirada más completa de su lírica, por lo que se lo excluye de la línea del canon ecuatoriano. Mencionan sus vinculaciones con el creacionismo de Huidobro, y con el dadaísmo, futurismo o ultraísmo, como causa de su dislocación interna incluso dentro de la configuración de una obra. Como si una obra supusiera alguna linealidad. Esto es absurdo: si la vida de un hombre no es lineal, por qué ha de serlo su poesía, que no es sino la forma artística de la que hace uso para expresar su frustración vital. Una obra es algo progresivo. Va mostrando los cambios paulatinos en la vida de un hombre y su forma de asimilarlos. Se critica el que haya ubicado cifras, números en sus poemas (algo que curiosamente hizo el mismo Gonzalo Escudero en su poema Tatuaje) y luego mayúsculas, y si luego espació arbitrariamente los versos, etcétera, etcétera. Lo cierto es que Hugo Mayo fue verdaderamente el menos aldeano de todos, inventando palabras, modificando y prescindiendo de la puntuación. Abriendo el camino para que ingresaran los ismos al Ecuador; y al cerrársele las puertas a su poesía (en un mundo lejos de la globalización virtual que hoy existe, donde esto ya no puede hacerse), se retrasó la poesía ecuatoriana por más de cuarenta años. Allí primó nuevamente la ideología de unos cuántos sobre la idea de lo qué debía reconocerse como poesía nacional.

2. Me pregunto qué sucedió con la poesía de David Ledesma (nacido en Guayaquil en 1934). No es verdad que lo breve de las vidas de algunos autores periféricos (con una obra truncada), fuera el motivo de su exclusión al ser analizados para formar parte de cierto canon literario. La verdad es que Medardo Ángel Silva muere muy joven (21 años), pero lo mismo sus amigos decapitados que sí están dentro de la idea generada por Alemán (Arturo Borja muere de 20 años, Humberto Fierro muere de 39 años y Ernesto Noboa y Caamaño muere de 29 años). De igual modo, David Ledesma —otro desplazado por motivos más claros: ser homosexual, de clase media— quien se suicida a los 27 años, se lo determina como un poeta dueño de una obra casi adolescente. Pero lo mismo podríamos decir al referirnos de la poesía de Alfredo Gangotena, ya que sus libros Orogenia y Ausencia (dos de los únicos cuatro libros que forman su obra), fueron escritos cuando el autor tenía 24 y 28 años. Además, sigo sin comprender cómo un autor que escribió prácticamente toda su obra en francés fue introducido en el canon de un país que escribe una literatura en lengua española. La traducción de una obra no es sino reescritura (sensibilidad arbitraria del traductor), y no siendo estas traducciones hechas por el mismo Gangotena (tres de sus cuatro libros fueron escritos en francés), asistimos a las versiones de su poesía. A los tonos antojadizos de sus traductores. Esto me parece más bien algo forzado, impulsado por el deseo de algunos críticos por proyectarnos como cosmopolitas (Gangotena vivió por muchos años en Francia, y formó parte del círculo de Cocteau, Jacob, Supervielle y Michaux), que el ser cosmopolitas realmente.


Les propongo que oigamos juntos estos poemas:
LOS AMOTINADOS
¡Ah, risa loca!
¿Henos aquí tus compañeros
Ilustres en la ciudad de los políperos?
¡Dispara y modela la línea de nuestra muerte!
Anda, corre y toma entre los astros tu noble impulso.
¡La tierra para nosotros!  ¡Y en nuestra angustia
Más bien el cieno de los cerdos
Que el hueso que flota
Como leño podrido del alud!
Escucha cómo, avarienta, la oreja ronca,
Encenegada, después de los calados.
Pero cuídate, sostén de nuestro amor:
Los perros que te rodean
Sabremos allanar los caos y los letargos.
¡Ya la uña se aguza en el viento de altamar!

El cinto y el carbúnculo en la muchedumbre,
¡El anillo constrictor para extenuarte!
Basta de palabras de embrujo
Y del filtro que extraemos de nosotros mismos.
¡Ah! ¡Qué bien se vacía el odre de la sierpe
En el artificio de tus canciones!
Alfredo Gangotena
DISTINTO
El pájaro que tiene sólo un ala,
la naranja cuadrada,
el árbol tenso
que tiene las raíces para arriba
y el caballo que galopa para atrás,
sólo ellos me entienden.
Mis hermanos.
Mis diferentes semejantes que amo.
Y un día,
distinto,
sin pareja,
con ellos cavaré un hoyo muy negro
donde meterme con mi sombra a cuestas.
David Ledesma
En ambos casos, indiscutiblemente, estamos frente a lo que se designa Poesía. Y ambos poemas fueron escritos por hombres jóvenes. Lo que me lleva a decir, con absoluta certeza, que la forma poética de Gangotena posee hasta nuestros días una línea visible que ha permitido la continuidad parcial de cierta forma de su modelo en algunos autores ecuatorianos. Cosa que no sucedió con David Ledesma. Su poesía, por el contrario, es objeto de culto. Salvándose del canon, ingresó al orificio de la leyenda. Hay quienes incluso comentan sus versos de memoria, y hay quienes en madrugadas, alcoholizados, dan lectura a su tristísimo Poema final, hallado en el bolsillo de su camisa el día de su suicidio. Algo que curiosamente no sucede con la poesía de Gangotena. No logro recordar —en todos mis años literarios— algún momento en el que alguien haya leído de memoria un poema o citado un solo verso de este autor. Su poesía, sospecho, debe ser más disfrutada y diseccionada en centros académicos.

En el año 2000, dentro del libro de memorias del Encuentro de Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla”, aparece una ponencia titulada: Poesía y Lenguaje: Tres poetas ecuatorianos contemporáneos, de la autoría de María Augusta Vintimilla, donde nuevamente aparecen tres nombres ligados. Alexis Naranjo, Iván Carvajal y Javier Ponce.  La crítica analiza tres libros (uno por autor), y dice en el primer párrafo: “No pretendo por ahora una visión panorámica de esta generación.” Y más adelante: “A pesar de las diferencias en sus universos poéticos —en las búsquedas, los procedimientos, los hallazgos— existe en ellos una cierta afinidad en la forma de abordar el quehacer poético, en su modo de comprender y enfrentar nuestra condición histórica y cultural ante el mundo contemporáneo, en su actitud frente al lenguaje.” Estos últimos tres poetas, tomados en consideración para un análisis contemporáneo de nuestra poesía, comparten los mismos rasgos de los seis autores de las dos tríadas anteriores.

4.- CÓMO SE ORGANIZA UN CANON EN UN PAÍS SIN LECTORES: Finales del siglo XX y principios del siglo XXI
Un canon supone una vara de medición, genera una deuda con generaciones anteriores y asienta un modelo estético que, no siendo propiamente el mismo, arrastra algún rasgo o visión particular sobre dicho arte en el que vive, aspirando para sí mismo la eternidad. Algo que, en mi particular punto de vista, sólo representa estancamiento nacional y dudoso refinamiento.

Cuando empecé este diálogo —entre el ensayo y la biografía— especifiqué que mi intención no era poner en duda la calidad de los autores elegidos en estas tríadas formuladas por la crítica ecuatoriana. En realidad, lo que pongo en duda es el procedimiento mismo, y lo que esto significa para nuestra poesía. La cultura debe liberarse. Y todo tipo de canon delimita el campo creacional en el que podría ejercitarse la poesía. Un canon supone el estiramiento de cierta vitalidad –como si de una tripa se tratase- por décadas. El arte no debería tener una sola vía, sino correr por un campo minado.

Una prueba del estiramiento de una poética canonizada es quizás el fenómeno de la llamada poética del silencio dentro de nuestro país, que asumimos viene desde Jorge Carrera Andrade (digo asumimos porque así lo dicen los críticos/poetas). De cierto, Carrera Andrade, como estirado diálogo con sus libros Microgramas  y La hora de las ventanas iluminadas, se propagó una poesía que atraviesa a Iván Carvajal (Poemas de un mal tiempo para la lírica, Amantes de Sumpa y La casa del furor) y a Alexis Naranjo (El oro de las ruinas, La piel del tiempo, Sacra y Ámbar negro), llegando hasta los poetas más jóvenes que formaban parte de la revista País Secreto, editada por Iván Carvajal.

Juan José Rodríguez Santamaría en “Poéticas del silencio: El Color de lo blanco, de Álvaro Rodríguez y Sacra, de Alexis Naranjo” (Universidad Andina Simón Bolívar, 2008), expresa: “Si Carrera Andrade significó el juego vanguardista con los elementos de una poética del silencio, y Porchia implicó la poética del silencio como un corpus plenamente asentado en nuestra tradición literaria, la tercera etapa implica la indagación de las posibilidades del silencio como poética o poéticas. Hugo Mujica, Jorge Esquinca, Alexis Naranjo o Álvaro Rodríguez Torres suponen para la tradición hispanoamericana, el momento donde el silencio se vuelve ámbito exploratorio de la composición poética.” Y más adelante, en el apartado titulado “Del barroco al silencioso despojamiento en Alexis Naranjo”, haciendo alusión al cambio de registro de este autor —del neobarroco a la poética del silencio— Rodríguez Santamaría concluye: “El poeta ecuatoriano parecería suscribir, a partir de entonces, lo que Carlos Bousoño afirmaba cuando decía que “el ansia de distinción y de originalidad que aquejaba al barroco no puede repetirse ahora”[2].

Esta poética llamada del silencio, si comenzó bien como la herencia de una tradición, terminó, según la línea canónica hasta ese momento (años 2008 y 2009), representada por un grupo de libros llenos de poemas breves, donde las imágenes utilizadas eran elementos totalizantes (mares, fuego, desierto, polvo, cielos, piedras, sangre y bosques, por ejemplo), pretendiendo así arrojarnos hacia una vastedad absoluta, con impostado tono filosófico, empantanados en un Yoísmo asfixiante. Eran libros limitados y limitantes, de apenas treinta páginas, forjados por poemas que irradiaban en su pobre inconclusión, en su inexistente diálogo sobre lo que pretendían decir. Poemas que parecían sólo intenciones inacabadas, repletos así de circunloquios caprichosos y silencios. Silencios, no generados como un experimento lúdico, sino más bien como una falencia que en su gesto escondía una limitación artística, disfrazada de refinamiento (una vez más).

Según afirma Rodríguez Santamaría en el mismo ensayo monográfico, quien a su vez cita, a E. Lledó, sobre esta poética del silencio: “sin esa presencia del lector jamás el escrito saldría de su silencio”. Se trata entonces de una poesía que ha sido levantada en una complicidad ficticia con el lector. Un lector de poesía. Y la comunidad de lectores de poesía, en el Ecuador, no puede estar formada por más de trescientas personas, y la mayoría deben ser escritores y críticos. Me pregunto en qué momento pasó esto. En qué momento empezamos a escribir poesía sólo para otros poetas. En qué momento el ejercicio vital que supone la poesía se convirtió —en nuestro país— en un juego de espejos dentro del circo canónico.

Dice Javier Ponce, en una crítica que realiza en el diario el Universo en diciembre del año 2006: “Dos libros marcaron, junto a un tercero, de Luis Carlos Mussó (que se nos queda en el candelero), el rumbo de la nueva poesía ecuatoriana en este 2006: Los rastros, de Juan José Rodríguez, y Revés de luz, de César Carrión” [3]

Año 2006, no parece un año muy lejano, ¿qué pasó con esa poesía del silencio? ¿Por qué dejó de escribirse? Hay un largo registro de poemarios escritos en esta clave, que terminaron consolidando un imaginario estético-canónico que se apoyaba y difundía desde las mismas bases estatales culturales gubernamentales y otros medios. Es con la aparición de otras escrituras que visibilizarían las vanguardias latinoamericanas (así como del surgimiento de los circuitos de festivales internacionales de poesía joven, las editoriales independientes y las revistas-blogs de poesía latinoamericana contemporánea), que algunos autores optaron por desistir de la larga línea lírica que cruzaba el Ecuador. El que no haya habido un proceso de experimentación verdadero, ha dado lugar a un corte abrupto en nuestra lírica, que señala dos orillas radicalmente opuestas. Orillas incluso a veces habitadas por un mismo poeta. Siendo esto un tajo y no un proceso, ciertos poemarios publicados en los últimos cuatro años, entran en una feroz contradicción con todo lo que se publicaba en nuestro país hasta el año 2010.

Asimismo, me pregunto: ¿Qué hubiera pasado si la línea canónica de nuestra lírica hubiera sido asentada con Hugo Mayo, Francisco Tobar García y Roy Sigüenza? La línea que estoy pensando yo, por supuesto, es transversal e intergeneracional, o sea imposible. ¿Qué hubiera pasado si nos hubieran motivado a leer a Agustín Vulgarín, Rubén Astudillo y a Fernando Nieto Cadena? Y respondo: no hubiera existido en Ecuador esa llamada poética del silencio. La que de hecho —aunque suponga la vitalidad de cierto Carrera Andrade— hoy está prácticamente abandonada por los poetas jóvenes de la capital y del resto del país.

Una vez que penetraron las vanguardias, se abrieron los panoramas literarios, emergieron las editoriales independientes, circularon webs, blogs, revistas (con material literario actualizado de los países latinoamericanos), nuestros poetas se dieron cuenta de que habían estado viviendo en una aldea, bajo la impresión de ser cosmopolitas. Sospecho que hubo una idea errada de refinamiento literario que dominó la escena de nuestra poesía por décadas.

5.- DIVAGACIONES FINALES
Cada veinte o veinte y cinco años el canon se reconstruye. Emerge otra tríada. Se reconstruye con la ayuda de todos: poetas/críticos, amistades en los medios de prensa y en los espacios burocráticos de la cultura. Siendo el canon una idea de dominación, necesita de ese amplio espectro para su éxito. Pero el canon encierra en sí mismo una paradoja: pretende proyectar la ideología de una cultura nacional en un mundo en el que las identidades y las barreras de lo nacional se están borrando. Pretende fomentar una fórmula de escritura en una realidad que permite puentes de influencias entre autores de diferentes generaciones y nacionalidades, y donde los medios de comunicación tradicionales son cada vez más obsoletos. Pretende ser cosmopolita, sin ubicar sus registros más humanos, civiles, naturales y provincianos. Pretende entonces ser una escultura de bronce. Mostrando así lo que es: una dictadura simbólica encerrada en un inconsciente que aspira ser un huésped de la eternidad.

La idea del canon dentro de las artes es algo forzoso, en un mundo ya globalizado virtualmente —lo que no supone estar a favor de dicha globalización, sino ubicarnos frente al mundo tal como es en este momento. En quince o veinte años nos daremos cuenta. Basta, como ejemplo, imaginar que un joven poeta español hoy puede estarse nutriendo de poetas latinoamericanos, así como un poeta joven latinoamericano puede estarse nutriendo de poetas rusos o africanos al momento de elaborar su arte, y en ese guiño —dentro de sus preferencias (acertadas o desacertadas)— este poeta está pretendiendo elaborar un discurso personal, y no está buscando asentar una supremacía artística dentro de su nación. Lo otro supondría que adoptara el modelo impuesto desde la crítica y la academia de su país. Lo cierto es que el arte fue y siempre será anterior a las banderas, los escudos, así como a lo pontificio y lo católico. Es un rasgo simplemente humano, y por lo tanto aspira desesperadamente su libertad.
El gesto del artista, en un mundo amplio y liberado por las redes sociales, así como por las plataformas personales de comunicación virtual, debe ser el de asumir riesgos y compromisos frente a lo que parece ser una ilimitada fuente de posibilidades de expresión. Lo nacional es lo canónico. Y lo canónico es lo santo. Y los santos sólo son esculturas dentro de un templo. El poeta debe escribir, en conflicto pero absolutamente comprometido, y experimentar lo que más desee, y su poesía puede estar escrita en cualquier forma, dentro de cualquier registro. Lo único que se le pide al poeta es que tenga oficio, dedicación, y que su arte venga de una necesidad absolutamente real. Pues esa honestidad y frustración vital de la que emerja su arte, traspasará el papel y generará pasión, devastación y revelación en los lectores. La poesía no es una moda ni se rige por la moda. Quizás, como dijo Miguel Donoso Pareja, sólo hay poetas. Y eso es lo único que esperamos los lectores.
***

Nota: Texto leído en el XII Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla”.


[1] “Aunque casi todos los críticos se resisten a comprender el proceso de influencia literaria o intentan idealizar ese proceso como algo completamente generoso y amable, las sombrías verdades de la competencia y la contaminación se hacen más fuertes a medida que la historia canónica se prolonga en el tiempo.”, Harold Bloom, El Canon Occidental.

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