POR: CARLOS VILLAFUERTE.
Jacinto, desde su ataúd, y Julián, con unas violetas en las manos en su funeral, llegaron a causar revuelo en las letras y sociedad ecuatorianas de los años ochenta de la pluma de Javier Vásconez. «Angelote, amor mío» se distinguió no solo por poner sobre las páginas al homoerotismo, cosa que ya había hecho más de cincuenta años atrás Pablo Palacio, y de quien tenemos un guiño en el cuento objeto de este breve texto […] Has sido la Diabla en los abismos de la Alameda en esas noches donde aparece un hombre muerto a puntapiés, en el infierno de esta ciudad conventual […]1, sino por la forma en la que lo hizo, con un lenguaje simbólico que roza lo barroco y lo lírico y que además se apropia y subvierte de una serie de elementos religiosos de la heteronormatividad del Quito conventual.
[…] Con Angelote, amor mío, Vásconez establece un paradigma en la literatura homosexual. A partir de él amor sensual entre hombres toma un giro fundamental en las letras ecuatorianas, en la manera de ser concebido y descrito. Y no le importa ir en contra de la corriente moral judeocristiana (o burlarse de ella) […]2
El cuento vio la luz en el año ochenta y dos, época en la que alborotó el avispero de la pacata sociedad quiteña, hasta el punto de que su lectura llegó a ser prohibida por el Ministerio de Educación3, al puro estilo de El guardián entre el centeno, de Salinger. Angelote, amor mío está narrado en primera persona a manera de monólogo interior, técnica que le permite a la voz narrativa adoptar un tono lírico, no solo por la calidad de sus imágenes y recursos retóricos, sino por lo intimista que resulta el texto; se trata entonces de una «doble impudicia»: por un lado la exposición total, como si se tratase de un poema, de una voz narrativa de espíritu lírico:
[…] Debí comenzar desde abajo, ordenando tu vida. Soporté con paciencia de pobretón tus embestidas, tus chantajes a costa de mis estudios, tus lloriqueos de ángel suplicándome perdón. Ahora, doy a luz muñecos gelatinosos que parecen salidos de las llagas de tus manos. Por lo demás, soy tu diario íntimo: la fantasía guarda una verdad que es incompatible con la razón […]4
La «impudicia», por el otro lado, se concreta por lo que cuenta y cómo lo cuenta: un lenguaje con tintes barrocos pero aún directo y claro, a ratos hasta musical.
[…] me da pena que esté penando tu pene en manos de la Petrona […] De golpe apareces tú, Ángel violador, tú que nunca lograste penetrar los recovecos de la miseria ya que siempre hubo un amorcillo hambriento, un querubín desolado que te flagelara, que mi pene porfiando entrara y empujase con furia tu ojo vital, tu estrella de anís en tu ano lunar, tu rosa de los vientos con aromas de pedos, tu brújula pidiendo, exigiendo, clamando a gritos por una torre mayor en los atrios de los conventos, en los baños públicos, en los zaguanes húmedos del centro, en los parques […]5
De las citas anteriores se puede obtener dos características fundamentales de este cuento: la primera, la apropiación de imágenes religiosas en el discurso, y la segunda la presencia de Quito como una ciudad conventual. Ambas le confieren un carácter subversivo y transgresor al texto desde el punto de vista cultural.
Volvamos a las vestiduras rasgadas de la sociedad de aquel entonces receptora del texto. El primer pecado de «Angelote, amor mío» fue hacer visible lo homosexual a través de la palabra, que otorga existencia, y cuyo silenciamiento es un mecanismo de control, como advierte Carlos Monsiváis:
[…] Lo más eficaz para los «guardianes de la honra social» es continuar la práctica del silencio que aísla. […] el instrumento de control perfecto, el gran dispositivo de aniquilamiento, es la invisibilización social que castiga jerárquicamente a los pecadores y se exacerba con las «abominaciones» […]6
La segunda transgresión del texto viene dada por la referencia a Quito como una ciudad conventual y al mismo tiempo un espacio de sordidez y propicio para el goce sexual, en todo esto están incluidos los santos e imágenes religiosas. De aquí se desprende la apropiación para el discurso de figuras como la Virgen del Quinche, la Virgen de la Ciudad o San Sebastián, a quienes se erotiza.
[…] De tu agresiva Virgen de la Ciudad, aborreceré toda mi vida esa capacidad de disolverse como un arcángel en las sombras del callejón más cercano. Reina con alas de cemento durante el día, puta crepuscular que visita los bajos de mi casa a media noche […] Del pecho de un San Sebastián se abrían cavernas, recintos sangrantes donde acomodar un falo, donde repasar una piedra pómez, donde inventar el dedo a Dios luego de cada espasmo de placer que yo recibía con tu gracia divina […]7
Como se puede observar, estas imágenes se erotizan al contacto con la ciudad y con el personaje principal, Jacinto, y por ende a este último se lo asciende a una categoría de santo lascivo. La erotización de los cuerpos santos y o la santificación de la lascivia rechaza la opresión del cuerpo de la moral heteronormativa.
[…] Es la transformación de una situación de sometimiento al orden dominante en un proceso de subjetivación elegido, es decir, la constitución de uno mismo como sujeto responsable de sus propias elecciones y de su propia vida, por medio de la erotización y sexualización generalizada del cuerpo. Es el placer el que aniquila la opresión, es el cuerpo reivindicado que anula al cuerpo sometido al orden social y permite que emerja una nueva subjetivación […]8
Al mismo tiempo, este proceso resignifica al acto sexual y lo lleva más allá de la noción biologista de la reproducción. Lo ubica dentro del plano del placer.
[…] rompe sin compasión con el discurso de la ciudad conventual. Aquella sexualidad «natural» no tiene nada que ver con su propuesta revolucionaria. Por ello entra en un juego de significantes que humanizan la cuestión sexual, distanciándola totalmente de lo animal-natural. En el erotismo homosexual no puede haber un fin biológico, reproductor, solo el encuentro con el placer, la satisfacción de los deseos […]9
«Angelote, amor mío» y su propuesta literaria y simbólica, como vemos, fueron atrevidas para una época y un país en el que harían falta todavía unos quince años más para que se despenalice la homosexualidad.
Con la elegía desenfadada de Julián a Jacinto, un hombre que se negó a ceñir su vida a los convencionalismos de una época, que no parece ser muy diferente de la del hombre muerto a puntapiés de Palacio, Vásconez logró crear un cuento que por su calidad narrativa es recordada.
Notas:
1. Vásconez Javier, El secreto y otros relatos, Colección Cuarto Creciente, Quito, 2004, pp. 115 y 116
2. Artieda Pedro, La homosexualidad masculina en la narrativa ecuatoriana, Ed. Eskeletra, Quito, 2003, pp. 64 y 65
4. Vásconez, 2004, p. 120
5. ídem, pp. 115 y 118
6. Monsiváis Carlos, Aires de familia, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 188 y 192
7. Vásconez, 2004, pp. 121 y 117
8. Eribon Didier, Una moral de lo minoritario, ed. Anagrama, Barcelona, 2004, p. 113
9. Artieda, 2004, p. 65