POR MARÍA JOSÉ NAVIA
UNO
Hablar de adaptación es hablar de supervivencia. Y no deja de ser gracioso leer esto aquí en Guayaquil, a un vuelo de corta distancia de Galápagos, una tierra que sí sabe de adaptaciones. Y adaptarse es cambiar, transformarse, a veces con resultados felices y otros no tanto. Y en el caso de las obras de Shakespeare las adaptaciones y transformaciones han sido muchas. Y así nuestro querido Will no muere nunca: una especie de zombi —ahora que están tan de moda, y estoy segura de que, en algún lado, debe haber un cineasta maquinando adaptaciones zombi de Hamlet, Romeo y Julieta o Macbeth. Y probablemente Rodrigo Fresán escribiría una grandiosa novela sobre eso.
Pero sigamos.
DOS
Hablar de adaptación es hablar de la supervivencia de una obra pero, por sobre todo, una supervivencia de la belleza. Hace un tiempo leí un libro de Elaine Scarry, On Beauty and Being Just, en el que definía a quienes estudiaban (pregrado, postgrado, etc.) como personas que intentaban ponerse siempre, una y otra vez, en el camino de la belleza. En otras palabras: unos junkies. Eso somos los lectores y los espectadores también (sin tanto título y dinero invertido): unos junkies de la belleza. Y la belleza de la obra de Shakespeare es lo que sobrevive todas las veces —con mejores o peores actores, con mejores o peores decisiones de parte de directores y productores— nada le gana a la belleza. Y adaptar las obras de Shakespeare es dejar que esa belleza hable por nosotros, por nuestro tiempo, y diga algo: diferente e igual a la vez.
TRES
Hablar de adaptación es hablar de repetición. Una adaptación es un viaje en el tiempo.
CUATRO
Hablar de las adaptaciones fílmicas de la obra de Shakespeare es tener confianza en que el tiempo pasa y no pasa a la vez.
CINCO
Recomendar: sean libros, películas, canciones, es también jugar con el tiempo y apostar por la belleza. Seleccionar algo (¿una selección natural?) y esperar que perdure.
Yo tengo una adaptación favorita de Shakespeare. No es la más académicamente pertinente ni la más pop pero se ha quedado conmigo desde su estreno en el 2000 (y ya han pasado quince años, caray). Se trata de la adaptación de Hamlet a cargo de Michael Almereyda y con el príncipe interpretado por un joven Ethan Hawke. Ofelia, por cierto, a cargo de Julia Stiles que, hay que decirlo, es como la reina pop de las adaptaciones del autor inglés: está aquí y también en Diez cosas que odio de ti (adaptación de La fierecilla domada) y en O (adaptación de Otelo). Perdón por la digresión. Igual ,me pregunto en qué estará Julia Stiles ahora. Alguien más afectado por la selección natural de Hollywood, tal vez.
En el Hamlet de Almereyda, en lugar de un reino tenemos a la corporación Denmark; en vez de reyes, CEOs. Y el monólogo de Hamlet se da en una tienda de videos, el Blockbuster que en paz descanse. Y así, mientras Hamlet se pasea por los pasillos de la tienda (y otro minuto de silencio por la experiencia de ir a uno de esos lugares, esos flaneurs de la ficción que nada tienen que ver con los impacientes de Netflix), empantanado en su indecisión, embotellando la rabia, la culpa, la frustración, vemos en los pasillos el letrero de ACTION y, en las pantallas, imágenes de fuego y violencia. Porque el trabajo que hace Almereyda es el del found object, un juego precioso con los objetos que van dejando claves sobre lo que vendrá, lo que no se dice: la idea de vigilancia se da por cámaras y espacios donde se privilegia la transparencia; el final de Ofelia por su cercanía con fuentes e imágenes de agua en general.
SEIS
Hablar de adaptaciones es hablar de cosas que perduran.
Hablar de adaptación es hablar del riesgo de la obsolescencia.
Porque adaptar es arriesgarse.
SIETE
Tan parecidas que son las palabras adolescencia y obsolescencia.
En el Hamlet de Almereyda tenemos las dos cosas. Por primera vez, Hamlet es joven. Las representaciones del pasado lo habían dejado siempre tan adulto, y sus dudas y cuestionamientos estaban teñidas por esa adultez. El Hamlet de Ethan Hawke es vulnerable. Tiene miedo y se le nota. No sabe qué hacer y se le nota. En lugar de enfrentarse a la realidad (y no solo la realidad de la venganza sino la del amor) se escuda en pantallas. El Hamlet de Hawke está filmando todo el tiempo. Filma a Ophelia y se queda absorto mirando la imagen (cuando la verdadera Ophelia está solo unos pasos más allá), se habla a sí mismo, se filma. En vez de espejito, espejito, tenemos un pantallita, pantallita, quien es el más indeciso. Quién es el más perturbado.
OCHO
Las pantallas del Hamlet de Almereyda (también y tan bien ambientado en Manhattan, con letreros luminosos y edificios que en lugar de paredes son solo cristal) transforman el texto de Shakespeare y hoy se siente moderno y obsoleto a la vez. Una contradicción. Como el mismo Hamlet.
Las pantallas escarban en la belleza de la obra: qué significa el duelo, qué significa que algo que queremos no se vaya nunca, no se pueda ir nunca, no queramos que se vaya nunca.
Qué significa la muerte hoy en el Planeta de las Pantallas. Qué significa el duelo de un padre (o un hermano, o un novio, o una hija) en un mundo de miles de fotos tomadas en el celular, de muros de Facebook donde podemos seguir dejando mensajes a alguien que ya no puede leerlos, de videos que funcionan a veces mejor que los recuerdos. Si la diferencia entre el duelo y la melancolía para Freud —y perdonen que me ponga académica por un segundo— era que, en el primero, es posible dejar atrás el pasado y seguir adelante mientras, en el segundo, el pasado se confunde con el presente y solo nos queda un loop de repetición compulsiva, las pantallas y tecnologías que utiliza Almereyda no hacen sino subrayar ese aullido animal que es el duelo.
NUEVE
Y en este mundo de pantallas: ¿qué es un fantasma?
¿Qué hacemos con los fantasmas?
Tal vez toda adaptación es una casa embrujada.
Tal vez la adaptación es el fantasma que nunca se va.
DIEZ
Una adaptación no es nunca una respuesta.
Una adaptación es una pregunta.
Es la pregunta.
Nota: Este texto fue leído en una mesa sobre Shakespeare y el cine durante la última feria del libro de Guayaquil.