«No morderás la mano que acaricia» (Poemas de Tálata Rodríguez)

 

TODOS MIS MUERTOS
 

Las mujeres me criaron,
las calles me educaron,
una manada de lobos sueltos
con el pelo atado.
He visto noches frías de narices frías diciendo
qué le hace una mancha más al perro. Comiendo gato
desfilando sin ojos atrás del cementerio.

Bajo Flores, Av. Varela
antes era el paseo de compras de mi abuela
visitábamos las tumbas, parecíamos floreros.
Todo tenía volados.

No entendía lo que era porque sobraba: el tiempo.
Lo fue ocupando todo. Agenda bien marcada de estudiante.
Gimnasio, turno tarde, inglés particular, la esquina.
Desconocíamos nuestro talento, jóvenes niños esponja,
pero nuestro instinto era superior,
puro un poco rudo
de ver tanta queja y el ritmo de la policía despareja
entrando y saliendo del barrio con su estela narcótica
tenía que llevar veinte pesos en el documento
para seguir contando el cuento.
Mi colegio siempre a media asta.
Don Bosco industrial
Don Bosco obrero
Don Bosco salesiano
Parque Avellaneda, la casa del doctor y el pastizal alto
donde me enterraba el beso del chico de pelo largo.
¿Dónde estarán ahora esas estrellas
vistas desde una roca
al lado de la autopista?
¿Habrá allí una pareja de adolescentes
cerrándose las bocas con sus bocas?

No entendía lo que era porque sobraba: el tiempo.
Lo fue ocupando todo. Agenda bien marcada de estudiante.
Buscando la pausa apretando fast forward, Patricia
vos sabías bien la materia
yo te había preparado.
Oso chiquito pico de pato. La tabla de los elementos,
mis sentimientos, tan elementales.
Vos sabías bien. Yo te había preparado.
Noche tras noche de verano en ropa interior, tu pelo,
color futuro. Vos sabías
bien. Pero algo salió mal.
El teléfono no sonó y comí todas las galletitas Duquesa
pensando en tu boca de fresa.
La princesa está triste
qué tendrá la princesa.
Te pegaste un tiro en la cabeza.
Primer día de clase y me lo dijeron así.
Uniforme escocés
lágrima seca
ataque de risa histérica.
No entendía lo que era, pero se detuvo: el tiempo.


TANTA ANSIEDAD
 

La computadora. El chat, toda esa gente solitaria.
¿Qué es esto que siento? Soñé que manchaba las sábanas mientras cogíamos.
Una pareja de viejos nos miraba. Yo sé dónde está mi herida
pero vos estabas exhausto. Tenías el pelo largo como un animal salvaje.
Vos, no sé quién sos vos.
Pero estabas ahí, con tu torso de indio,
tu cadera de surfista californiano. Yo te miraba
sentada junto a ese par de nosotros mismos viejos
perdidos en el cuerpo del buda
soñándonos.
Te miraba y veía el pequeño rubí rojo y vivo como el sexo
tendido a tus blancos pies, sobre blancas sábanas tendidas.
¿Yo, quién era?
Un hada lisérgica con formación de geisha y actitud rolinga.
La punta de mi lengua sobre tu cuerpo en punta.
Una habitación llena de juguetes.
Hasta las esposas de peluche, lámparas de aceite.
No hay banda.
No hay banda.
Esto también es una ilusión, pero se siente tan real.
Ya no está la noche del ángel y el futuro ha sido dicho:
no morderás la mano que acaricia.


TORRES GEMELAS

Nosotras vimos las torres gemelas
y no nos importó.
Dos estatuas bien paradas entrando en el cielo
custodiando el abismo. El abismo
del capitalismo.
Las vimos y las despreciamos.
Había una fiesta, tocaban los Chemical Brothers
pero preferimos huir adornadas
con nuestros junkies en patineta
borrachas de un whisky mal embotellado.
Cruzamos dos veces el puente de Brooklyn,
de un lado la casa improvisada;
del otro, la cocina del infierno
donde nos desnudamos para quedar mejor vestidas.
Un tipo te gritó, «I’ll ride you like a horse».
No pude evitar gritarle yo, «I’ll fuck you like a horse».
Tuvimos que correr. Y seguir corriendo
hasta volver al hotel donde un viejo escritor
tenía la última habitación sin remodelar
porque no había querido vender.
Era nuestro vecino
y le encantaba mostrarnos la grasa pegoteada,
la basura, las ollas en el piso,
palabras arrugadas en arrugados papeles en la basura,
en las ollas, en el piso.
Pero nunca se quejó.
Nunca se quejó de los chicos, de los skaters,
de los skaters de los chicos,
de mi cabeza golpeando la pared a las cuatro de la mañana,
de Jimmy Boy caminando por la cornisa,
nosotras muertas de risa,
de los grafitis, de tu cuerpo,
de tu cuerpo en mis grafitis.
Era lógico: en nuestra ventana
proyectaban en continuado
la cúpula del Empire State
en el «Día de los Enamorados».
Éramos jóvenes,
pero nos sentimos ricas.
Nos sentimos nuevas
cuando repasamos con nuestros ojos pobres
las paredes llenas de cuadros muertos y el Central Park
y los campos de frutilla para siempre secos.
Los museos.
Los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte.
Tus guantes estaban llenos de ese
y otros secretos que echaron a volar
con el primer ángel que dibujé tirada en la nieve
para protegernos del amor
después de que un texano
me pagara seis rondas de arruina conductores
con tal de que no bebiera más de su vaso
de su vaso y lo llenara de mis microbios
de mis microbios de chica latina
de chica latina que no aspira cocaína
ni fuma orégano creyendo que es marihuana
como los yuppies de Broadway
que masacran el mundo con su tarea fina.
Al día siguiente
verde de la resaca verde
mientras esperaba en el pasillo para ir al baño
un gordito blanco me quiso dar.
Me quiso dar dinero a cambio de un juego sin pijama:
«Are you a professional lady?», dijo
Y yo: «Sí, I’m a profesional lady»,
pero con vos
gordito, gordito blanco,
gordito norteamericano,
nada tenés en el bolsillo
y menos en el pantalón
que llame mi atención.
Con vos
ni por dinero,
ni por favor,
mucho menos
por amor.
El árabe nos explicó después que el intercambio
ahí era una ley: con razón era tan barato el hotel,
con razón nadie llevaba equipaje. Solo había parejas.
Usábamos las instalaciones para lo que habían sido construidas:
toda nuestra rebeldía quedó reducida
a esta poesía.

Nosotras vimos las Torres Gemelas
y no nos importó.
Cuando tomamos té en un vaso de litro y medio
estábamos en China Town
y los dragones se colgaban de los postes de luz.
Te compré, me compraste, nos compramos
sin entender porqué.
La manzana podrida lleva a la compra compulsiva
con las espaldas bien guardadas en nuestras fundas de seda,
los pañuelos bien peinados en la cabeza tiesa,
dispuestas a pagar con la vida
y cometer este atentado suicida
contra todo lo que el mundo olvida.


***


(*) Estos poemas fueron tomados del libro Primera línea de fuego (2013).

Tálata Rodríguez (Bogotá, Colombia, 1978). Vive en Buenos Aires desde 1989. Fue niñera, promotora, quinielera, manager, productora, cocinera y bartender. Ahora es poeta.

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