No apto para muggles

Juro solemnemente que mis intenciones con este texto no son buenas.

Tengo pésima memoria. Siempre escucho con envidia la facilidad con la que el resto cuenta historias de su niñez o adolescencia. Los pocos recuerdos que tengo los abrazo con fuerza para que no se vayan. Me gusta recordar este: tengo 9 años, es de noche, hace un poco de frío, estoy saliendo del cine de Riocentro Ceibos, en Guayaquil, junto a mi hermana menor y mi papi, ambos han dormido durante casi toda la película. Yo estoy callada y absurdamente fascinada con lo que acabo de ver, la cabeza me va a mil y repito en bajito el nombre del protagonista: Harry Potter.

Han pasado veintiún años desde eso y con todo y esta memoria ingrata y terrible, la sensación de fascinación me repica en el pecho cuando pienso en la primera vez que vi Harry Potter y la piedra filosofal. Nunca olvidé a Harry y esperé, al cumplir los once, mi carta de Hogwarts que por supuesto nunca llegó. Pero llegaron los libros. En un receso del colegio, después de casi un año y medio de haber visto la película, vi que una chica de mi curso leía el texto original. La chica era mi amiga y le rogué para que me prestara el libro que evidentemente estaba terminando; el libro no era de ella, era de una compañera de otro curso. No sé qué cara puse pero me lo prestó, me pidió que lo lea rápido para que ella pueda devolverlo. Tuvimos esta dinámica secreta por tres años. Hasta que en cuarto curso conocí a la dueña de los libros, quien actualmente es una de mis mejores amigas y con quien hasta ahora discutimos sobre los personajes y la historia.

He tenido algunas obsesiones a lo largo de mi vida, entre bandas, escritores, artistas y modas del momento. Todas cumplieron su curso y se fueron con el tiempo. Menos Harry Potter. Quizá fue porque empecé a leer los libros cuando tenía la misma edad que los protagonistas y siento que crecimos juntos, o quizá porque pusieron ante una niña de nueve años la posibilidad de un mundo donde existe la magia. Además, fui creciendo y mi amor por la saga llegó acompañado por mi crush eminente e innegable con Daniel Radcliffe, actor que le da vida al niño que sobrevivió. Esta combinación de lectura, magia, hormonas y pasión han logrado que hoy a mis treinta años yo continúe hablando y escribiendo sobre Harry Potter.

En el colegio, pasaba las horas de computación guardando en diskettes imágenes de la saga, para luego imprimirlas y ponerlas en la pascualina; hacía los tests no oficiales para saber a qué casa pertenecía, la primera vez me salió Slytherin (odiaba esa casa, le conté a mi mejor amiga esto como confesándole algo terrible), el resto de tests me colocaban en Ravenclaw pero yo siempre decía que era Gryffindor como los protagonistas. Después se lanzó Pottermore, donde para crear una cuenta tenías que contestar una serie de preguntas que te asignaban una casa y un patronus. Pottermore (actualmente Wizarding World) me devolvió a Ravenclaw y me colocó un buitre de figura salvadora. Estudié en un colegio católico y una vez recé porque Hogwarts existiera. Por lo menos el Dios del capitalismo escuchó eso y se creó el mundo mágico en Orlando y Los Ángeles. Conocí este maravilloso lugar recién hace seis años y lloré, por supuesto.

En las biografías de mis redes sociales coloco el nombre de mi casa y confirmo que soy miembro del Ejército de Dumbledore. Cuando murió Alan Rickman, me llené de tristeza porque nadie pudo haber interpretado mejor a Snape que él. El 1 de enero de este año, vi el especial de HBO por los veinte años de la primera película de Harry Potter y la nostalgia me atravesó el cuerpo y los ojos. Hablo tanto de Harry que la gente me relaciona y siempre me escriben cuando ven las películas, leen los libros o van a los parques. Me encanta. No me importa si algunos lo ven como infantil. Harry Potter es mi niñez y adolescencia, la lectura que me hizo/hace soñar con tener una varita y una capa.

Mi memoria no es buena, y por eso a veces mezclo en mi cabeza lo que sucede en los libros y en las películas. No tengo en mi departamento un culto a Harry Potter, pero tengo un espacio especial para los libros, que a veces releo, para los regalos que he recibido y para las pocas cosas que me he comprado. Tampoco soy parte de comunidades de telegram sobre Harry Potter, por falta de energía y tiempo, pero sigo un montón de cuentas donde aparecen los mismos datos curiosos de siempre que me encanta leer.

Sigo siendo fan de todo el mundo mágico y no me pierdo nada sobre Animales Fantásticos, de hecho, mientras escribo este texto tengo a un escarbato mirándome. La magia me sigue porque hace unas semanas me topé en un aeropuerto al actor que le dio vida a Seamus Finnigan y nos tomamos una foto. Las películas son mi lugar seguro y cuando estoy estresada pongo Hedwig’s Theme porque no solo me gusta romantizar mi vida, también quiero que sea mágica.

Podría hablar de mis escenas favoritas, de las muertes que más me dolieron, de las diferencias entre los libros y las películas, de las teorías, de la terrible secuencia de tiempo en las nuevas películas, de las cosas que ya no tienen sentido y que hablan mucho de los principios de la autora, de los fans. Pero decidí escribir sobre el amor que le tengo a la saga y la paz que me da saber que Harry Potter es parte de mí y de mi personalidad. Escribir que tengo treinta años y el amor no se va. Sobre lo espectacular que es poder regresar a los libros, donde siento que me sumerjo en los recuerdos de otro y se le baja un poco el volumen a la realidad. Sobre lo maravilloso de la magia y de la lectura como magia; sobre él, sobre la fecha en la que se publica este texto. Gracias por tanto y feliz cumple, Harry.

Travesura realizada.

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