La vida de Adèle, una película perversa

“Los fanáticos de La vida de Adèle creen tener una sensibilidad privilegiada. Sensibilidad privilegiada tiene el que pueda encontrarle lo melodramático a un capítulo del Chapulín”.
(Del muro de Facebook de Rocío Carpio)
Yo estoy totalmente de acuerdo con Rocío y con lo que mi novio dice: «La Vida de Adèle: Lesbianas para dummies». La mirada sobre esta bonita película se ha convertido en la prenda veraniega del momento de todos los esnobs biempensantes de un país donde una constitución política que rige la vida de sus ciudadanos da amplísimas libertades con profundas contradicciones, específicamente en derechos para las comunidades sexo-genéricas y diversas. Y como dice un valiente y excelente escritor dramático que tiene este país, Luis Miguel Campos: «es bien feo ser esnob».
Porque detrás del esnobismo se esconde una característica de toda la pequeño-burguesía que está aterrorizada por su propia vulgaridad, aquella que le aleja de la posibilidad de pertenecer al poder y le acerca a los márgenes de la pobreza económica y simbólica. ¿Cómo? A través de utilizar palabras como tenazas que les permita parecer algo que no son, una práctica tan posmoderna como en boga. Ecologistas, izquierdistas, «tolerantistas», progays y finalmente con esta película, ya pueden ser prolésbicos.
Algo que llama mucho la atención es cómo este halo de moda no hace sino solaparse en una actitud bastante naif; se disfraza de valiente, pero esconde un postulado perverso: la normalización de las prácticas contraculturales de la comunidad lésbica. Un grupo humano que se ha caracterizado por romper la cabeza a decenas de antropólogos y militantes gays por su exacerbada invisibilidad, ahí donde el exhibirse, desde los años 80 del siglo anterior, ha sido una marca de éxito y «carnetización» de unas luchas políticas que han terminado cayendo desde una militancia casi subversiva hasta una definitiva cooptación por el discurso de poder, mediados por el proceso normalizador del mercado: «ese tipo de gay sí que nos gusta», o, «gay sí, marica no», e incluso: «soy gay porque homosexual suena a médico-epidemiológico». Cualquier armario sofisticado para esconder una exposición desnuda y singular porque ya sabemos que el escenario es el único lugar donde uno no puede esconderse.
La narrativa de La vida de Adèle apunta a un discurso normalizador donde las lesbianas subalternadas por éste, mueren en la enunciación de una visibilidad que normaliza su expresión: «lesbianas, si quieren que les aceptemos, sean así». 
Y toda esa carga de sexo, que no es el enamoramiento de la cámara, como algunos lo ven, como si el fotógrafo hubiese descubierto algo que no hubiese planificado, como si el oficio técnico del director de fotografía hubiese sufrido de una epifanía histórica al rodar tan atrevidas y sensibles escenas, sin tomar en cuenta que hay un realizador que cuenta los segundos de la toma, un editor que los alarga frente a una pantalla de Final cut, un guionista que los piensa incluso desde su imaginario heterocentrado del sexo lésbico… 
Puede sonar a prosa deleuziana (en referencia a Gilles Deleuze; me hicieron un favor al decirme esto, no es una proyección de mi ego), pero me gustaría una reflexión sobre la invisibilidad de lo lésbico, la vulneración de ese escondite más allá de todo el cine gay normalizante de los años 90. Con los homosexuales, vaya y pase, pero con lo lésbico hay muchas cosas más para pensar; y desde la crítica, no desde la exposición pervertida.
Lo lésbico, históricamente (y salgo de Deleuze para irme a Marx), empaqueta ocultamiento. ¿Solo por ser víctimas del estigma? ¿O es también acaso por deseo? He hablado con algunas militantes feministas y lesbianas, abiertas o fuera del closet, que reivindican esa invisibilidad como un lugar de enunciación, de reflexión e incluso de insubordinación al poder.
Yo soy marica, lector o lectora que quizá no me siga en mi diatriba de género y psicoanálisis. Puedo hacer uso de mi lugar de enunciación para juzgar desde lo émico como categoría antropológica de la etnografía. Y estoy de acuerdo con que le guste esta película, y que esto apunte más a una aproximación ética. Sin embargo, quiero insistir en que la película tiene un punto de vista pervertido, puesto que es pervertido que nos vean a los maricas y a las «bolleras» («tortilleras», «camioneras») desde las prácticas heteronormadas, por muy sensibles que parezcan. Para mí, es cambiar un valor de uso por uno de cambio, sobre mi cuerpo, sobre mis prácticas.
Luego está la lectura del cineasta que pretende darnos una clase elemental de semántica, ahí donde el gran arte de los símbolos tuviera que leerse desde la sencilla mirada aristotélica, la simple, la que no tiene compromiso económico, ni moral, ni político. Como si de una estructura narrativa de prosa descriptiva se tratase, o mejor todavía de fábula infantil donde una mujer-ser humano proyecta su ontología de simio sensible y lampiño sin más, ya que el realizador no es más pretencioso que un vulgar panadero que fabrica palanquetas con el único objetivo de que le salgan lo más iguales posible para ahorrar material, tiempo y ganar dinero, con buen pan. No. Definitivamente, el salto ontológico del cine ya lo vivimos en los 80, cuando Gus Vant Sant dejó aparcado a River Phoenix por el ultra militante actor de los derechos civiles Sean Penn, quien protagonizó a un pequeño Harvey Milk (más pequeño que la figura de Penn), y en el medio películas hermosas como Beautiful Thing o Priscilla Queen of the Desert nos invitaron a olvidarnos de que los maricas somos más parecidos a lo que Fassbinder soñó en Querelle o Pasolini supo en los segundos antes de su asesinato.
Me alegra ser parte de una minoría de espectadores que exige algo más de las películas, algo más de todo. Pero me parece que en el centro de una argumentación que valora lo humano de la película de Abdellatif Kechiche y en la empatía sencilla con un guión que funciona y que vibra, La vida de Adèle me vende una existencia que no es verdad y que, peor todavía, yo no quiero. Y por decir esto no creo que tenga que ser estigmatizado por insensible, mucho menos como intelectual bolchevique, por expresarme a la altura que yo y mis congéneres nos merecemos. Si me expreso con términos y razonamientos que algunos no entienden y no comparten, no es por que yo quiera aparentar nada, sino por respeto precisamente a quienes leen y en definitiva al análisis trivial pero necesario sobre el ejercicio de un guionista o un director.
(*) Artista escénico y cinematográfico.

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