La obra de José “Pipo” Martínez Queirolo

POR: LEIRA ARAUJO.
La Esquina
Esta obra es un monólogo, estrenado en el Club Rotario de Quevedo el 22 de julio de 1978, por el actor Lucho Mueckay bajo su propia dirección.  En el único acto que se presenta se da pie a las reflexiones y quejas de un  joven ebrio que parte desde una esquina de barrio, la cual es su único refugio: la calle es el hogar que ha destinado para sí, ya que en casa se siente reprimido y carente de libertad.
Se desarrolla cuando el personaje empieza a “despedirse” de sus compinches “Ñeco”, “Pato loco” y “Pajarón”. Las quejas muestran su estado interno y retratan a sus familiares: la madre, desesperada por la situación de su hijo que no parece encaminarse y el padre, que lo golpea y reprime para convertirlo en un joven dócil. Claramente, este personaje no es mayor de edad y menciona estudiar en un colegio en el cual debe obtener buenas calificaciones y pasar hambre ya que la situación económica de su familia no es la mejor; su padre sólo aporta con el salario mínimo que obtiene como oficinista mientras la madre se dedica a las labores de la casa. Una de las características principales de este personaje es la frustración de no cumplir las expectativas del resto: convertirse en médico, ser un alumno destacado.
El joven está cansado de la mediocridad en la que cree vivir y del orden de la sociedad en la cual ha sido colocado, está exhausto de sus vecinas y de los miramientos de sus padres y profesores. La calle, el farol, el poste de la esquina de su barrio y su “gallada” se convierten en el hogar ideal, el mundo en el cual puede ser verdaderamente quien es y a través del fútbol desgarrar sus emociones  y patear imaginariamente sus problemas.  La marihuana, la cerveza y las prostitutas se convierten en el centro de su entretenimiento, y considera es lo único que necesita. Su concepto de moral ha sido trastocado: las violaciones, los vandalismos y robos forman parte de su cotidianidad pues ha sido incitado por sus “amigos”, a quienes acepta por haberlo acogido sin miramientos. Esta idea se basa en una creencia ilegítima pues él mismo menciona que siempre, al final de cada juerga, lo abandonan.
Sólo espera morir en la calle, ser encontrado en el pavimento y desvincularse de esa vida académica que no le corresponde, que cree innecesaria. Cuando llega la hora de regresar a casa llora, porque su verdadero hogar –el que él respeta– ha cambiado de domicilio y se sitúa entre un farol y un poste.
Durante el monólogo, el personaje sufre varias transiciones: comienza ebrio e incoherente y parte hacia la lucidez a través de los recuerdos familiares, en los cuales da pie a su rabia y frustración, luego, cuando habla de sus “amigos” y sus juergas se vuelve lúdico y frenético –incluso canta y baila—describiendo los momentos; mas termina triste y desolado, mostrando fragilidad y se deslumbra su edad al llorar cuando como héroe vencido debe regresar a casa.
Los Náufragos
Esta obra fue estrenada en el Aula Magna de la ESPOL el 14 de diciembre de 1979 bajo la dirección de Ernesto Suárez. Tiene varios puntos de giro que se dan por los cambios en las intenciones de los personajes: Capitán, Cura, Millonario, Condesa y Sirvienta. Mencionan que al principio eran siete, pero tuvieron que comerse a dos en alta mar para poder sobrevivir.
La primera escena posee una acotación: “Un bote en alta mar. Extenuados y hambrientos…” desde ese momento se menciona la situación de los personajes, sobrevivientes de un naufragio. Todos representan un sector de la sociedad y son el epítome o símbolo de un poder social específico: el capitán representa la fuerza militar; el cura es el símbolo de los religioso y de la Iglesia como institución arcaica; el millonario es la clase económicamente alta y el capitalismo, la acumulación de bienes;  la condesa es la alcurnia, el abolengo, la nobleza y la “clase”, y la sirvienta representa la clase pobre, la humildad y la parte despreciada de la sociedad –incluso en una escena de la obra intentan descargar peso del barco botando a la sirvienta—que la humilla continuamente.
Los personajes interactúan con diálogos y frases cortas, en cada bocadillo se muestra una intencionalidad diferente que va dibujando a personajes redondos pero con líneas marcadas de estereotipos para cumplir la función de representación y acentuar el tono de comedia. El capitán les recuerda en la escena inicial que han huido del país donde al parecer se ha abolido el respeto hacia la religión, la nobleza, el capital, etc.  El naufragio tomó lugar tras un proyectil emitido desde tierra, desde el país que dejaban.  Perdidos, obsesionados con el número siete –místico y de contenido religioso, por ende mencionado varias veces por el cura—comienzan  a mostrar sus debilidades y se confabulan para obtener parte del dinero que el millonario lleva en su cofre. El cura usa la religión para convencer al millonario pero sus intentos son en vano. La condesa insiste en que nobleza y capital siempre han estado unidos y el capitán comienza a fingir poder salvar al millonario cuando todos están a la deriva.
Reaccionan ante la palabra populacho y enfatizan en el miedo que sienten ante la masa, ante la gente común, oran para llegar a la tierra prometida, donde obtengan los primeros lugares en el estrato social, donde ese poder que los representa no se pierda. Con el paso del tiempo y de los bocadillos,  la bondad y virginidad de la condesa se pone en tela de juicio, las intenciones del cura se ven transfiguradas por el uso despiadado de la religión y el miedo como arma para obtener beneficios, el honor del militar se vuelve dudoso y la avaricia del millonario se vuelve evidente. La sirvienta se limita a mencionar brevemente los abusos de su patrona y esta aparente falta de intervención de personaje puede apreciarse intencional y lógica: pertenece a una clase a la que no se escucha, que no se toma en cuenta a pesar de tener mucho que decir y denunciar.
La tierra prometida es Miami, el nuevo lugar de los ricos y famosos. Es necesario recordar que esta obra fue presentada en el ´79 y por ende, en contexto histórico, era más que evidente el auge de las migraciones y viajes de placer de exiliados políticos, ricos y personas que buscaban un mejor futuro en Estados Unidos. La sirvienta interrumpe los desvaríos colectivos de los decadentes personajes y les muestra la realidad: se están inundando. En el clímax de la obra muestran de forma más acentuada sus personalidades y al querer descargar peso deciden por mayoría lanzar a la sirvienta al agua pero no lo llevan a cabo pues por fin, divisan tierra. A pesar de planear encontrar refugio como contrarrevolucionarios (guiño de ojo a la eterna lucha Estados Unidos-Comunismo) y latinos ven sus sueños truncados al encallar en Cuba. Deben trabajar, han llegado al némesis de su ideal.
Ha llegado un exorcista
Esta obra fue estrenada en el teatro Humoresque de Guayaquil, el 21 de octubre de 1980 y representó al Ecuador en el festival de Teatro Cómico. Obviamente, es una comedia que cuenta con la intervención de dieciocho personajes, siendo siete de ellos representantes de los siete pecados capitales. Hay cuatro personajes principales: el cura, la madre, el sirviente y el hijo –que debe ser “exorcizado”—que aparece en la mitad de la obra.
La escena inicial presenta un ambiente terrorífico: objetos desordenados, estruendos,  cristales rotos y el sirviente, que entra nervioso y cansado. Se plantea sarcásticamente escenas que podrían pasar como una parodia del emblemático filme “El exorcista” y dentro de las acotaciones se mencionan características del personaje del cura: aparece entre sombras y con sotana y es “medio loco”.
El personaje del cura tiene un leit motiv marcado: inmolar sus pecados, saldar la deuda que cree tener con Dios por descender del pecador “Padre Almeida” (por el mito del cura que se trepaba sobre los hombros de Jesús en la cruz para poder escapar y regresar “arrepentido” todas las noches). Por ello, con júbilo entra en la casa por vez primera y decide no retirarse hasta lograr el exorcismo que necesita el hijo de la casa: Johnny, y obtiene información a través del sirviente, Cacaseno –nótese el comienzo de una comedia desde la elección de los nombres—que, abrumado por las interrogantes del cura e intimidado por la condena al infierno que pretende darle, decide contarle los detalles de la familia. Sin embargo, los ataques de Johnny no son ni de epiléptico, ni de poseído; es simplemente un libertino que hace caso omiso de las virtudes y se dedica a vivir plenamente los siete pecados capitales, pero esto ya es material suficiente para que el empecinado cura decida querer tratarlo.
En medio de la confusión que crean los pecados capitales, el cura conoce a la señora de la casa, la madre de Johnny, que defiende a su hijo y narra la historia de cómo se convirtió en una mujer divorciada tras su primera noche de bodas, tras la cual fue despreciada por el que creía ser su “príncipe azul”. Describe a su madre como Doña Urraca y a su padre como un rey que la tenía encerrada en un castillo medieval. Esta escena es un símil: describe la sociedad moralista y represora en un ambiente medieval para indicar lo retrógrado, poco moderno y extintamente decadente sistema en el cual se criaban a las jovencitas, desde la visión del autor, que escribió la obra alrededor de 1980. La relación entre sus padres la describe como muerta. Su propia relación se acaba cuando Nicolás, su “príncipe azul” muestra su verdadera personalidad al escuchar de Don Fernando que iba a desheredar a su hija.
Tras este episodio del pasado, aparece Johnny. El joven es lo opuesto a lo que la madre describe: un querubín de cabellos rubios y rizados. Johnny es un drogadicto que se dedica a destejar y a  dar rienda suelta a sus deseos, dilapidando su fortuna en una discoteca llamada Pura droga y es en este ambiente lúdico donde se describe la infancia del joven: saturada de televisión y extranjerismos, despreciando lo nacional y anhelando vivir en Estados Unidos.
En la escena final llegan las prostitutas a la casa de Johnny y se termina de revelar su vida ante los ojos del cura: la lujuria también existe en él. Tras esto, decidido, el cura empieza  a exorcizar al joven y la madre de Johnny resuelve –momento de epifanía o anagnórisis al revelársele algo ante sus ojos—que su hijo necesita estos defectos como fortaleza para poder enfrentarse a un mundo lleno de inmundicias, y trata de impedir el exorcismo, pero no lo logra. Los siete pecados capitales durante el juego de salir y entrar de los cuerpos, van hacia un rincón y terminan  agolpándose en el cuerpo del cura, que termina lleno de éstos y trata de seducir a la madre de Johnny. El cura se dispone a festejar y niega a Cristo en la cruz, y hace referencia al mítico Padre Almeida al despedirse: “¡Hasta la vuelta, Señor!”. El personaje del sirviente rompe esta intensidad y marca el final al hablar de esperanza y mencionar a los niños del barrio que madrugan: comienza el amanecer en el tiempo marcado y termina la obra.
La puesta en escena de esta obra está bien descrita a través de las acotaciones insertas en los diálogos: la  intervención de los pecados capitales se da por actores representándolos sin diálogo, pero con efectos de sonido. En el caso de la avaricia, se da con una tonalidad amarilla en el filtro de la luz. En la ira, la luz se torna roja; con la envidia se torna verde; y con la lujuria se torna roja de nuevo. Se utiliza la psicología del color en la puesta en escena y en asociaciones: rojo-violencia/sexo, amarillo- sentimientos bajos, verde-desagrado. Los flashbacks o viajes en el tiempo cuando la madre de Johnny describe su juventud se marcan con apagones de luz, y los cambios de escena de estos pasajes: la escena con su madre, noche de bodas, y la desventura que trae la posible pérdida de la herencia de su padre se manejan con descensos en la intensidad de la luz.  La escena de la discoteca Pura droga que también es un flashback, también se vale de la utilización de los apagones para recrear otro tiempo y espacio.
Esta obra, al igual que las dos anteriores mencionadas y analizadas, denotan una fuerte crítica a la moral existente en la sociedad guayaquileña y ecuatoriana en general; un sistema represor que en toda Latinoamérica se ha forjado a través de los estereotipos y los anhelos de encontrar en modelos extranjeros, sobretodo  norteamericanos, las respuestas y soluciones a los huecos en el autoestima de los individuos. La religión, el capital, las buenas maneras, el qué dirán y la alcurnia, se ven parodiados y utilizados con sarcasmo, han servido como inspiración en la construcción de personajes que viven y sufren, que cambian y pierden en las tablas, que muestran al mundo lo patético de las realidades existentes. El teatro de José Martínez Queirolo está marcado por la comedia y por una intención social explícita, que nos hace reír y reflexionar, que nos hace vernos reflejados en un personaje de cualquiera de sus obras.

Compartir