‘La ladrona de libros’, una metáfora de salvación

La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), es la adaptación del libro del escritor australiano Markus Zusak, publicado en el 2005 bajo el mismo nombre.
Esta cinta se centra en las peripecias de Liesel Meminger, interpretada por la joven actriz Sophie Nélisse, quien es trasladada a vivir con sus nuevos padres adoptivos, los Hubermann, interpretados por los consagrados actores Geoffrey Rush y Emily Watson.
La historia se desarrolla a inicios de la Segunda Guerra Mundial, cuando recién se pone en marcha la desoladora maquinaria del nazismo. En medio de una atmósfera lúgubre y llena de incertidumbre, la niña de nueve años ya guarda una historia de dolor (pierde a su hermano pequeño en el camino y es abandonada por su madre por razones económicas), que la conduce a preguntas que, al parecer, sólo tendrán explicaciones en una historia que el mundo ya conoce.
El director Brian Percival –quien desde el 2010 ha dirigido también algunos capítulos de Downton Abbey– transforma el material audiovisual en un relato sin mayores artificios, lineal y que es fácil de apreciar por parte de los espectadores. Basta comprender el poder de salvación que tiene la lectura de ficciones para sintonizar con unos personajes capaces de caminar por el hilo siempre tendido desde las palabras hacia la vida. 
Desde el texto, y en la película como voz en off, la Muerte narra y justifica su acción devastadora pero indispensable entre los seres humanos. Como si fuera una mente omnisciente y omnipotente, elige y justifica sus elecciones de esta manera: “Un pequeño dato: tú vas a morir, a pesar de todos los esfuerzos nadie vive para siempre, lo siento por ser tan sincero”.
Esa voz persigue a la protagonista Liesel junto a su vecino y compañero de juegos Rudy, con quien florece una simpatía que se convertirá en enamoramiento en el marco del espejeante efecto de la nieve entre la luz y las sombras. La necesidad de esconderse y la primera pira de libros encendida por el nazismo hacen que haya muchas escenas entre la oscuridad y la penumbra.
   
Instalada en la rutina de una nueva vida, la pequeña Liesel asiste a la escuela y se encuentra con su primer obstáculo: no sabe leer ni escribir. Problema que es superado gracias a la ayuda de su admirable padre, Hans, un  hombre que toca el acordeón y que se embarca en la tarea de instruir a su pequeña hija en el mundo de las palabras. Al regalarle un diccionario confirma un vínculo que la chiquilla mantendrá para siempre.  
Una deuda de gratitud obliga a la familia a acoger al judío Max y a esconderlo, pese a todos los peligros. Este joven es quien confirma el esplendor de las palabras bajo la declaración de que “la memoria es el escriba del alma”. Por eso la revelación de que “las palabras son vida” funciona como un detonante que produce lo que la literatura sabe desde siempre: que los testimonios levantan la cultura, que sin idioma estaríamos privados de la posibilidad de reconstruir el pasado. 
La película muestra las imágenes despiadada de la guerra: la Noche de los Cristales Rotos, los bombardeos y el exilio de los judíos. Es simbólica la escena en la que Max utiliza el libro de Hitler, Mein Kampf: las páginas son arrancadas y pintadas de blanco para que empiece una historia nueva: El árbol de las palabras.
La ladrona de libros –cuya novela tiene más de 400 páginas y cualquiera puede bajar desde la red– es una apuesta por un guión sencillo con una composición cinematográfica en la cual predominan los planos generales y medios. Lo fundamental es que permite un acercamiento más a las tantas historias inspiradas en las peores catástrofes. Vale entender que la película es un tributo a la literatura que siempre está disponible para salvarnos.

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