Juan Pablo Castro o el escritor como voyeur

Fotografía tomada de Prisa Ediciones
Entrevista a Juan Pablo Castro Rodas (Cuenca, 1971), autor de la reciente novela Los años perdidos (Alfaguara). Su obra, profusa y sostenida (a razón de un libro cada dos años), lo ha convertido en uno de los referentes de la nueva narrativa contemporánea de Ecuador.

Usted ha publicado libros de poesía, cuento, novela, ensayo y recientemente teatro. ¿Cómo concibe lo multigenérico?
Cada libro ha respondido a una necesidad expresiva. Por ejemplo, para mi libro de teatro Los invitados, al imaginar una tríada de historias de parejas, la primera imagen que tuve fue un sillón en medio del escenario. Los diálogos y el drama que se perfilaban, me parecía, debían representarse a partir de las características del teatro. De esta manera, fue el propio texto el que me sugirió su soporte. En ocasiones anteriores, como por ejemplo, con la novela La noche japonesa pensé en la primera frase: “He nacido para morir”, y desde ese instante supe que se trataría de una novela. De la misma manera han operado los distintos textos. En realidad, me siento más cómodo con las licencias de la novela que me someten, con amor y compromiso, al trabajo metódico, diario, obsesivo. En mi caso, los distintos géneros por los que he optado han sido el resultado de una secreta voluntad por decir algo, a partir de los propios mundos que estos géneros evocan.

¿Cuál es la intención del epígrafe de Javier Vásconez y la presencia del doctor Kronz, personaje de El viajero de Praga y otros textos? ¿Acaso es una forma de cuestionar el canon ya que estamos hablando de uno de los escritores más significativos del país? 
El epígrafe, en tanto paratexto, constituye una clave para ingresar a la novela. Quizás haya algo de homenaje a un mundo consagrado en la potente novelística de Vásconez, o una suerte de juego, de diálogo. Sin embargo, cada novelista  —si se precia de serlo— intenta fundar su propio mundo, a costa del destierro de otros. Pero esa voluntad, más allá de la arrogancia, nunca se desprende del todo, pues habita en la memoria de los lectores. El doctor Kronz, en ese sentido, es el resultado de un plagio, dado que el personaje tampoco ya le pertenece a Vásconez sino a los lectores que lo conocemos. Hay, sin embargo, un eco, una especie de disolvencia cinematográfica entre un personaje, y la novela a la que pertenece, y un nuevo mundo, una nueva película que, lentamente, se superpone a la otra y da nacimiento a otro sujeto.

¿Qué intención simbólica tiene el hecho de que el personaje principal Faustino esté obsesionado por contar las letras y que siempre resulten pares? ¿Hay alguna aritmética oculta en el discurso narrativo?
Otra de las dimensiones de Faustino que me interesó explotar fue la psicológica. Y para ello tomé a las manías obsesivas como una manera de expresar su necesidad matemática de reorganizar su vida. Dado que para el personaje el mundo constituye un espacio violento y, al mismo tiempo, melancólico, sobre el cual no tiene posibilidad de incidir, en su mente las cosas, representadas en las letras, bien podrían responder a sus necesidades. En las letras, en las sumas y proyecciones que realiza mentalmente, está presente su máxima voluntad por lograr que algo tenga sentido. En la novela, como un juego de palimpsesto, se halla una clave matemática que señala el sentido mismo de su naturaleza.

La paranoia y el cuadro obsesivo compulsivo se evidencia no sólo en la obsesión del personaje principal por los números pares, sino también en un ejercicio que había planteado Faustino en una de sus clases: seguir a una persona en particular para poder desarrollar síntomas de delirio de persecución. ¿Cuánto pesa la investigación sicológica que hace un novelista para sus personajes?
Creo que pude retratar, con algún acierto, una forma del comportamiento de ciertos personajes contemporáneos que viven el día a día atravesados por las propias paranoias. Desde luego, eso sí, que mis acercamientos a los textos de Freud, Lacan, y sobre todo, de Kristeva, pudieron haber permitido dotar de espesor psicológico al personaje. La idea de pedir a los alumnos que vivieran los delirios de persecución los tomé de unos ejercicios míos que, en calidad de docente entonces de lenguaje no verbal, hice hace muchos años, y que ahora los atribuí a mi personaje.

A partir de esta confesión suya (el usar ejercicios académicos en su novela) permítame preguntarle: ¿cuánto de Juan Pablo Castro hay en Faustino? 
No hay posibilidad de un texto sin un autor. Solo que ese autor se disfraza, se trasviste a través de un narrador, o de un personaje. Este resulta una suerte de trasunto del propio autor, no obstante de lo cual nunca es él mismo, sino una suma de otras voces, acentos e ideologías que se articulan en la novela. Algunas de mis obsesiones bien podrían aparecer retratadas en Faustino, pero ni yo mismo —ahora que la novela no me pertenece— puedo precisar cuáles. El propio Faustino se ha encargado de borrar los signos de mi individualidad, para diseñar su propio mundo interior.

¿Cómo se dio la elaboración de Faustino Alcázar? 
En principio diseñé el personaje a partir del robo descarado de diversos rasgos de personalidades diferentes. El escritor, en este sentido, es un ladrón, un voyerista que aprovecha lo que conoce de los otros, esos amigos que observa a diario, o a esos otros desconocidos que aparecen en las narraciones orales. Sin embargo, a medida que el personaje llenaba su esqueleto de carne, fui investigando los síntomas del sujeto obsesivo y maniático para dotarle de mayor verosimilitud. Esos trastornos —sumados a la mitomanía y la estela de la esquizofrenia— permitieron que Faustino resultase una suerte de metáfora de este tiempo.

Usted acaba de referirse al escritor como voyeurista y usurpador. Después de observar a la gente, ¿cuánto de los demás debe un escritor robar para crear sus personajes?
Todo y nada. La novela parte de la realidad, de esos seres humanos que habitan en el mundo concreto, pero también de otros que provienen de la literatura, el cine o la imaginación. Dado este presupuesto, cada personaje es la suma de otras voces y acentos, de rostros, vestuarios y hablas que se resignifican en el mundo del lenguaje. Esos cuerpos originales —si acaso un conocido o la mujer que camina por una esquina— ya son distintos, propios, solamente en versiones ficcionales de una verdad que se disuelve en el transcurrir de la novela.

¿Por qué se decide usted a configurar a Ortiz, otro personaje de su novela, como si estuviera cuestionando su orientación sexual, en lugar de exponer un personaje homosexual y profundizarlo? ¿Es acaso una reflexión de lo heteronormativo en Ecuador?
Quise jugar con la idea de la simulación. Es decir, con un personaje que, como suele suceder en la realidad, no termina por asumir su sexualidad y que, por ello mismo, vive en un reducto sombrío. Además, al ser un personaje secundario, preferí configurarlo como una caricatura. Este rasgo se evidencia con más claridad en la imagen final de la novela, cuando aparece en la calle con un perrito faldero. De esta manera intento, en efecto, ingresar en el terreno conflictivo del cuerpo y las normalizaciones sexuales. 

Milán Kundera decía que toda novela debería arrojar luz sobre una dimensión desconocida de la realidad. El autor de La insoportable levedad del ser añadía que si una novela no seguía ese parámetro era inmoral. ¿Qué aspectos inéditos de la realidad cree usted que su novela ilumina? 
Me interesa descubrir ciertas anomalías de la realidad. Esas fisuras que brillan durante unos segundos mientras el mundo gira. En Los años perdidos traté de dotarle al mundo representado de una dosis de hecatombe. En las primeras líneas, por eso, se narra un mundo incinerado. Pero la realidad es más que un cronotopo, es el resultado de la suma de pliegues y ondulaciones, uno de los cuales es el universo interior de los seres humanos. Para ingresar en este terreno usé la técnica del desdoblamiento entre el pensamiento y el habla. De esta manera quise retratar esa fragmentación de cierta forma de ser de los quiteños: la doble faz. Finalmente, quise hacer del arte novelesco una forma de crear un nuevo mundo a través de fragmentos, citas y referencias a otros personajes y escenas de novelas, películas, cuadros y demás. Espero que los lectores generosos descubran los secretos.

Ya que nombra el cine queremos preguntarle sobre sus estudios de guión cinematográfico en Europa. ¿Cuánto aprendió el novelista del guionista? ¿Qué recursos dramatúrgicos cree usted importantes en el ejercicio novelístico?
Creo que le debo más a mi condición de cinéfilo, pues los resortes de la imagen cinematográfica, así como los mecanismos del juego del tiempo y el espacio, parecerían aparecer, en una primera instancia, de manera involuntaria. Solamente en las lecturas posteriores de la novela, esos resortes se evidencian y uno puede trabajar sobre ellos. En Los años perdidos me interesó el juego del tiempo, es decir, las elipsis, así como los planos y contraplanos. De la misma manera, le debo mucho al close up, a ese instante de consagración del fragmento. Y, en términos de los géneros, intenté, sobre todo al final, aprovechar los recursos del cine negro, del suspenso y del cine apocalíptico. Algunas imágenes y escenas, en ese sentido, resultan homenajes a ciertas películas que me han conmovido.

La visión de su Quito es la de una de ciudad apocalíptica que está en la línea de Los Kitos Infiernos de Huilo Ruales, La madriguera de Abdón Ubidia y quizá Ciudad Lejana de Javier Vásconez. En cambio su visión de Lisboa es el de una ciudad idílica. ¿Cómo explica este contraste?
Me interesó, precisamente, narrar dos mundos radicalmente opuestos: Uno, el presente, apocalíptico, sombrío, violento y otro, el pasado, más que idílico, melancólico, como una forma de contraponer el tiempo contemporáneo del ser humano —ese día a día que pasa frenéticamente— y el tiempo mítico de la memoria, resignificado a partir del recuerdo, un recuerdo que es siempre una ficción. Para Faustino, la vida solo tiene sentido en esos dos fragmentos de su tiempo, el resto, lo que no se ve, de lo que no se habla, constituyen sus años perdidos…

¿Cuán importante es para el desarrollo del texto el sueño que tiene Faustino? ¿Qué se intenta explorar a través de este tratamiento onírico de la historia?
El pasaje del sueño es uno de mis favoritos. De hecho, la novela tenía originalmente el nombre de «El vuelo del espantapájaros», y se explicaba, precisamente, en ese fragmento en el que Faustino se mira a sí mismo como una parodia de Jesucristo en la cruz. Por sugerencia de la editorial, cambié el título, pues consideraban que un espantapájaros, en una novela urbana, podría llevar las referencias a un terreno rural. Más allá de este hecho anecdótico, ese fragmento pretende dar cuenta del universo psíquico del personaje y, al mismo tiempo, desplazar la historia hacia un terreno simbólico. Los pájaros, con su clara referencia cinematográfica, dan cuenta, o pretenden, jugar con la idea de las simbolizaciones, o fantasmas, como diría Lacan, que habitan silenciosamente en el subconsciente del personaje.

¿Es el remate de su novela una representación metafórica de la muerte sicológica del personaje?
El paisaje infernal que se atisba al final de la novela se engarza con la muerte del personaje, de tal suerte que la realidad y el mundo psíquico bien podrían resultar una proyección dual. En la muerte del personaje se percibe también la catástrofe de la ciudad.

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