El juego de la euforia: la cachetada post-fandom al streaming

El spam audiovisual es cada vez más creciente y nos llega en forma de series y películas de las plataformas de streaming. En la época del post-fandom se oferta series insignificantes como El juego del calamar o Euforia, y de paso los “expertos” en nuevos mass media analizan sesudamente la cachetada de Will Smith a Chris Rock, en plena ceremonia de los Óscar. Nunca ha estado más vigente aquello que declaró Umberto Eco en su discurso de investidura del doctorado honoris causa en Turín:1

las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles. Si la televisión había promovido al tonto del pueblo, ante el cual el espectador se sentía superior, el drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad. (Nicoletti 2015)

Es la era de los llamados armchairs critics (críticos de sofá) que pontifican en el mundo ancho y ajeno de social media sobre cualquier filme o serie. Vivimos una época de autismo digital. La gente se comunica en forma de hashtags, stickers, memes, es decir, formas paralingüísticas que reemplazan al lenguaje convencional. Estamos ante una nueva forma de ordenar el mundo y entenderlo. Es aquello que Andrew Keen llamaba el culto del amateur: “el público y el autor se han convertido en uno solo, transformando la cultura en una cacofonía” (Keen 2002, 14) Esas cacofonías vienen en forma de fake news, falsos debates, hipérboles como “librazo”, “gran artista”, “escritorzazo” o “fabulosa obra”, sin contar las nuevas egologías que lastiman los ojos con un vomitorio de autorretratos.

En la época del teledildonics, todo se simula, todo es tratado como si fuera real a sabiendas que la tecnología está en medio o de por medio. Creemos comunicarnos pese a la falsa cercanía experimentada a través del servicio de mensajería instantánea. El cortejo ha sido anulado de las etapas previas al apareo. La llamada telefónica para desambiguar cualquier comunicación textual ha sido desdeñada. Tenemos una relación sentimental con nuestros teléfonos móviles de último modelo. Viajamos otros países sin verlos. Y, lo más importante, vemos basura audiovisual creyendo que es una experiencia sobrenatural (tecnomisticismo, le llaman).

Nos hemos convertido en superficiales, como bien pregona Nicholas Carr en su clásico libro The shallows: What is the Internet doing with our Brains. Han muerto las formas tradicionales de pensamiento: “La mente imaginativa del Renacimiento, la mente racional de la Ilustración, la mente inventora de la Revolución Industrial, incluso la mente subversiva de la modernidad. Puede pronto que sea la muerte del ayer” (Carr 2011, 23) Las formas de leer también han cambiado: se privilegia el scrolling por encima del close reading provocando cortocircuitos neuronales que crean la ilusión de estar leyendo o, lo que es peor, de estar absorbiendo información importante, cuando casi todo es bazofia. El término infoxicación es más preciso a la hora de hablar del spam cultural. De hecho, muchos lectores se saltarán estos primeros párrafos y sólo irán a los temas que le interesan. Aunque lo más probable es que ninguno lea completo este pequeño ensayo.

Esa infoxicación debe aplicarse a las nuevas cinefilias. Las formas tradicionales de ver cine han dado paso al binge watching que permite no esperar el nuevo capítulo en la siguiente semana (se agradecía esa pausa de siete días que permitía asimilar y analizar lo espectado). La sobreoferta impide verlo todo. No se puede estar al día con tanto spam videográfico. Es lo que Gustavo García decía justo diez años atrás en la revista Nexus, en su conocido artículo “La guerra de las pantallas”:

Pero en el fondo, son los riesgos de la nueva democracia cibernética: 80 años de cine se parecen demasiado a lo que le gustaba a papá, quien no tiene idea de lo que está circulando en YouTube o en los festivales de cine alternativo; ¿para qué leer a los críticos si yo puedo ser mi propia autoridad en el cine que me gusta? (García 2012)

Se desdeña así la visión diacrónica del historiador y se entroniza la visión sincrónica y sesgada del que domina la mínima porción de un todo. Surge el experto en manga, animé, telenovelas coreanas, Marvel, Star Wars, DC Comics… En otras palabras, se valida la visión del fanático que ahora los teóricos llaman post-fandom por razones que explicaré más adelante, después de comentar brevemente el calamar, la euforia y el Óscar.

El juego del calamar es sólo eso, lo que su título indica, un juego ligero y de mínima cuantía audiovisual. Lo único interesante es que ya no hay que mirar a Occidente para recibir las referencias intertextuales. Esta vez la plataforma post-capitalista de Netflix nos obliga a mirar hacia el reino del K-Pop. Mientras grupos como BTS y Black Pink reciclan la estética de la cultura pop de los años 90, los del calamar juegan a poner en el microondas cultural referencias del manga y el animé. Dicho a la pasada: no debe asombrarnos que una sitcom de esta ralea sea tan vista y comentada. El género del K-drama tiene su masa de adeptos en todas partes. Las telenovelas coreanas (también disponibles en Neflix) ya tenían público cautivo desde antes de la pandemia. Si bien los juegos de supervivencia tuvieron su auge en el cine norteamericano (Juegos del hambre y Saw son apenas dos botones de muestra), es Oriente quien ha buscado desarrollar más esta tendencia, sobre todo en la animación estática (manga) o móvil (animé).

Euforia, remake de una serie israelí como en su momento lo fue In treatment (2008) de Rodrigo García Barcha, es un pastiche de referencias cinematográficas que van desde el porno duro hasta el cine italiano de soft core de los años setenta. La serie pasará a la historia por romper algún record de exhibición de miembros masculinos (la mayoría prótesis cuidadosamente fabricadas) y por el desesperado intento de convertir a Zendaya en una actriz seria (Emmy 2020 de por medio). Se percibe detrás de la serie una mentalidad adolescente desesperada por encaramarse como una entidad autoral con referencias a filmes claves de la historia del cine, como si el citar te convirtiera en alguien que debe ser tomado en cuenta. Toda la serie puede ser interpretada como un dick pic no solicitado con técnicas camarográficas, fotográficas y narrativas tomadas de un vademécum histórico de intertextualidades manidas. Un vacuo atentado contra la mirada. Una telebobela de adolescentes que reúne todos los temas en boga: desde lo trans hasta el mundo de las drogas.

La cachetada que Will Smith le propinó al cómico Chris Rock en vivo, durante la entrega del Óscar de este año, es un show que hizo correr ríos de tinta digital. Hay que agradecer a ese acto de violencia que nos despertó en una ceremonia anualmente soporífera. Para mí es la cachetada que las plataformas de streaming le han propinado a las formas tradicionales de exhibición cinematográfica. Es el bofetón de las legiones de idiotas que se encaraman como pontífices de cualquier tema. Ayer fungen como directores técnicos o analistas políticos, hoy son sociólogos o críticos de cine, mañana serán expertos ambientales o estadígrafos. Son los idiotas tecnológicos, como bien les llamaba Marshall McLuhan.

Paso ahora a revisar brevemente la figura del fan para llegar a la del post-fan. El fanático era alguien inocuo a quien mirábamos de lejos a finales del siglo pasado. Aparecía en forma de coleccionista de juguetes de franquicia o como un nerd que animaba una fiesta o una reunión social. Con la llegada de la Web 2.0 aquello cambió. El ciberespacio se convirtió en el escenario ideal para que el fan desplegara todo su saber acumulado durante décadas. Nació la fan fiction que es la intromisión del fanático en las franquicias preferenciales. La red se convirtió en el repositorio de lo alternativo: desde nuevos finales hasta posters de películas con diseños completamente distintos de los originales. El fan fungía no sólo de guionista sino también de gran detector de errores de continuidad y dador de spoilers.

El post-fandom surge con el post-cine. Esta última categoría no es una veleidad de nomenclatura posmoderna. Es un prefijo necesario para separar a las formas tradicionales de hacer cine versus los nuevos modos de producción digitales contemporáneos. El post-cine debe manejarse como sinónimo de nuevo cine o expresiones audiovisuales cuyo soporte (vídeo o 35 mm) tiene conductos de distribución y proyección que ya no son los canales de televisión o las cadenas de cines. Es decir, que en esta categoría entra todo lo exhibible en streaming. No faltaba más, no hay época más democrática que esta que nos ha tocado vivir. La narrativa transmedia es la panacea. Como todo que lleva el prefijo post, el post-cine modela nuevos espectadores de tal forma que no sólo se habla de cine después del cine sino también de nuevos públicos de cine después del cine.

Se define el post-fandom “cuando los medios y las industrias de la cultura se reorganizan y trabajan a la manera de una industria creativa, el mundo tradicional de los fandoms, antes de la interconectividad y los mundos digitales, se transforma y pasa a una condición post-fandom”. (Gómez Vargas 2015, 46) Lo post-fandom pertenece al ámbito de lo post-media, a una narrativa donde no se privilegia lo cerebral sino lo emotivo. El post-fan se caracteriza, según Gómez Vargas, por amar el hanging out (pasar el rato), el messing around (andar por ahí) y el geeking out (ser experto en algo). El gran problema teórico es que estas tres categorías, endosables al joven del post-fandom, también se encuentran en públicos más adultos.

Todos, y este es el meollo del problema, alguna vez nos comportamos como si fueramos parte de un post-fandom. El hablar de Euforia, El juego del calamar o la cachetada del Óscar es pertenecer a esa sub-cultura. Divide y vencerás. Un grupo de post-fans es devoto de El señor de los anillos, un segundo es de Harry Potter y un tercero de Juego de tronos. La una desdeña a la otra. Nótese la característica común de esa tríada de títulos: todas son adaptaciones de obras literarias. Lo mismo pasa con el policial audiovisual: está el team Breaking Bad, el cenáculo de True Detective y el grupo de Fargo. Cada equipo está empeñado en creer que idolatra a la mejor serie noir de todos los tiempos. Aplica igual para los que defienden Netflix, por un lado; Apple Tv, por otro; o HBO Max. El post-fandom no entiende de razón, sólo de corazón audiovisual.

Una prueba de la entronización del fan en los modos industriales de producción es el dúo conformado por David Benioff y D. B. Weiss. Ambos presumen constantemente de cómo consiguieron que George R. R. Martin los bendijera como productores y directores de Juego de tronos después de haber rechazado a una pléyade de profesionales. Benioff y Weiss siempre cuentan, en modo post-fandom, que Martin les preguntó quién era el padre de Jon Snow. Al dar la respuesta correcta, el escritor les dio los derechos para producir y escenificar Juego de tronos. Se trata, probablemente, del comienzo de una narrativa post-fandom a niveles industriales con presupuestos exorbitantes. Esa perspectiva del fanático se aprecia en los guiones de la temporada final de Game of thrones (que no está basada en ningún libro de Martin) donde todo es descuidado, improvisado, lleno de inverosimilitudes, como si fuera el comentario atolondrado que se publica en una red social.

Aquí entra la necesaria categoría de “populismo pedante”, que se desarrolla en un artículo de Héctor García Barnés subtitulado “de cómo se vende gominolas como si fuera caviar”. El corresponsal de El Confidencial, nos habla de una subcultura que crea sus propias coartadas para legitimar expresiones de la baja cultura. Aunque el periodista español se refiere a la ya inclasificable cantante Rosalía, se aplica a cualquier producto que es validado como excepcional con argumentos intelectualoides. Dice el reportero lo siguiente: “Poco a poco, somos cada vez más los que tenemos la sensación de que la cultura popular presume de haberse sacudido todos sus complejos al mismo tiempo que exhibe más sus complejos que nunca”. (García Barnés 2022) Parafraseo lo que dice el extenso artículo de la siguiente manera: para lo popular pedante todos los productos culturales son válidos y son pocas las personas con las herramientas conceptuales necesarias para poder ver la calidad de esas obras. Nadie podrá llegar a la esencia de esa seria televisiva o esa canción de reggaetón, sólo el populista pedante que es el pontífice post-fandom por antonomasia, el reivindicador de los placeres culposos, el verbalizador de lo evidente, el que le pone un toque conceptual ingenioso a una vulgaridad ambulante y el que adora el name dropping (la enumeración gratuita de nombres).

El diagnóstico de este crítico apunta al cielo de las redes virtuales: el modo post-fan está cada vez más difundido, la microvisión (más que cosmovisión del fanático) cada vez lo copa más y más desautorizando cualquier práctica cinéfila tradicional. La vieja cinefilia está cada vez más lejana, incluyendo a los historiadores del séptimo arte o el crítico de cine. Adiós al cine de matiné, especial y noche. Ya no más al acto de viajar a otra ciudad para ver una película de cine de autor. Réquiem por el DVD y el Bluray. Viva el cine de actor que se ha entronizado como el más poderoso en la actualidad. Alabado sea el post-fan que embelesado vitorea la aparición de los tres actores de la franquicia de Spiderman en una misma película. Es el geek que desconoce que es un recurso literario de centurias y que la teoría de los mundos posibles hace décadas acuñó el término de metaverso y la categoría de los mundos posibles.

Lo vigente es eso: el audiovisual lo define el post-fanático, ese tirano de las interacciones consumistas. Se habla ya de una narrativa post-fandom que implica que todo lo que vemos está escrito en modo fan, es decir, carente de la seriedad dramatúrgica del pro. Esto se lo puede demostrar en cualquiera de las franquicias tipo Star Wars o los infinitos Avengers. Vemos una docena de personajes cuyas subtramas no están bien orquestadas. Se recurre a personajes estereotipados que están allí como parte de una pirotecnia. El montaje estilo MTV (sincopado y entrecortado) implica ver un trayler de dos horas o más de duración. Vacua explosión de efectos que privilegia la forma por encima del fondo.

Estos productos generan audiencias que operan a la manera del post-fan. El comentario viral (que antes se decía el «boca a boca») y la admiración hacia este tipo de narraciones audiovisuales provoca un culto amateur cada vez más creciente. Son las novísimas cinefilias. El post-cine (todos esos filmes marcados por la tecnofilia) ya no se disfruta únicamente en la pantalla de un cine. Se ha empequeñecido para caber en pequeñas pantallas donde se transmiten las series y películas que provienen de plataformas de streaming.

La figura del amateur ha ido desapareciendo para dar paso a la del fan que todo lo sabe sobre un tema específico de la cultura de masas. El mejor ejemplo de la entronización del post-fan es The Big Bang Theory, con personajes que durante doce temporadas se dedican a pontificar sobre todos los temas vigentes de la cultura pop contemporánea. El amateur pretendía saber sobre determinados temas. El post-fan domina todos los temas que saldrán a colación en cualquier red social. Social media es el único espacio en el que el post-fan puede presumir de lo que sabe: escribe, opina, corrige, aumenta, descalifica, destruye a cualquiera que aparente saber menos que él. Después de todo es un juego de apariencias como la euforia del calamar.

Los espectadores de la era post-fandom necesitan sentirse parte de la comunidad que ve este tipo de series. Arrojados a una narrativa transmedia en la que deben saltar de una página web a otra, de TikTok a Instagram, de una serie a otra, de Facebook a Twitter, sin más mediación que la del murmullo de la pantallósfera, son los habitantes de este espacio en el que todos se creen expertos en todo y se atreven a opinar de cualquier tema. Las sub-culturas post-fandom hacen de cada producto audiovisual adorado algo personal. Internalizan cada fruto de la moda hasta incorporarlo a la subjetividad. Estos productos (llámense El juego del calamar o Euforia) proveen a estas cofradías recursos simbólicos para administrar la cotidianidad, se convierten en eventos importantes de la biografía personal y permiten la construcción de la identidad digital.

Concluyo con Aldous Huxley y su teorema del mono infinito que sostiene que si a un chimpancé se le da una máquina de escribir es posible que en algún momento termine escribiendo una obra de Shakespeare. A modo de parábola el dispositivo del primate significa aquí cualquier tipo de cámara de registro audiovisual. Manipulando el teorema se puede afirmar que en algún momento surgirá una obra maestra del espacio virtual. Mientras eso sucede seguiremos disfrutando (o no) de productos audiovisuales de uno que otro simio. El juego de la euforia no terminará nunca y si nos quedamos dormidos nos despertará una cachetada. Quién la propinó, no importa. Como decía el comisario McLuhan burlándose de sí mismo: “El medio es el masaje”.

POSDATA.- Después de entregar a Matavilela este artículo, me llega la noticia del Grammy al Mejor Álbum de Teatro Musical que recibió The Unofficial Bridgerton musical, un proyecto que fue desarrollado en plena pandemia por dos jóvenes usuarias de TikTok, basándose en la serie de la plataforma Netflix. El álbum derrotó a nombres importantes del mainstream como Burt Bacharach y Andrew Lloyd Weber. La noticia me hace pensar en los casos de Dua Lipa, Billie Eilish, Justin Bieber, entre otros, que dieron sus primeros pasos como YouTubers. Los amateurs se convirtieron en profesionales. La línea entre ambos territorios se difumina cada vez más. Quizá no sea necesario darle a un mono una máquina de escribir o una cámara de vídeo de alta definición; a lo mejor basta con un gramófono.


1 Fue en una conferencia de prensa llevada a cabo en el Gran Palacio de la Real Escuela de Equitación en Turín, lugar en donde le fue otorgado a Eco el honoris causa en Comunicación y Cultura de los Medios de Comunicación por el rector de la Universidad de Turín, Gianmaria Ajani. En esta misma institución Eco empezó sus estudios de filosofía en 1954.
Keen, Andrew. 2002. The cult of the amateur. Nueva York: The Doubleday Publishing Group.
Carr, Nicholas. 2011. Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Madrid: Taurus.
Gómez Vargas, Héctor. 2015. «Post-cinema, post-sub-culturas, post-fandoms.» Estudios de comunicación y política (Universidad Autónoma Metropolitana) 12.
García Barnés, Héctor. 2022. «La era del populismo pedante que vende gominolas como si fuera caviar.» El confidencial.
Nicoletti, Gianluca. 2015. «Con i social parola a legioni di imbecilli.» La Stampa, 11 de Junio: 35.
García, Gustavo. 2012. «La guerra de las butacas.» Nexos 34 (415): 90.
Portada: Fotograma tomado de cultture.com

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