Eduardo Solá Franco, un artista trasplantado

POR: LUIS CASTRO.
Hablar de Eduardo Solá Franco, es hablar de un fantasma que se cree que deambuló por las calles de Guayaquil, se cree que escribió algunos libros, se cree que presentó obras de teatro y se cree que pintó muchos cuadros. La realidad es que en efecto así lo hizo, tan sólo que en esta ciudad y en este país que le son ingratos a muchas cosas, pero sobre todo a sus ídolos, no se lo tomó en cuenta como el gran artista que fue.
Solá nació en Guayaquil el año de 1915, procedente de una familia acomodada, lo que le valió de ayuda para conocer más del ambiente artístico que venía del exterior. Pero de la misma forma, su condición de “adinerado”, lo marginó del ambiente artístico local. La razón es simple: en el Ecuador de aquellos años, los pequeños círculos artísticos tenían una acentuada inclinación política de izquierda, con afinidad a los sectores populares y marginados, que se vio reflejada en movimientos literarios como El Grupo de Guayaquil, y más adelante en la pintura con Guayasamín. Y la posición de “buena familia” que ostentaba Solá Franco, lo presentaba como un ajeno a estos círculos y movimientos artísticos. Este desacuerdo se hizo presente en una ocasión en la que Joaquín Gallegos Lara, reconocido escritor y político, mandó a que golpearan a Solá Franco por “afeminado”. Todo esto, hizo que emprenda viajes al exterior constantemente, en los que se costeaba los gastos pintando cuadros, en su mayoría retratos, a las familias adineradas de las ciudades que visitaba.
Entre las ramas artísticas que Solá desempeñó están la pintura, como lo más reconocible; el teatro; la escritura; la decoración de obras; la moda; e incluso se desempeñó como cineasta.
Su obra pictórica tuvo mucho reconocimiento en el extranjero, llegando a exponer en París, Berlín, Milán, Praga, Quito, Lima, Barcelona, Madrid, Buenos Aires, Washington D.C. y Santiago entre las ciudades más importantes. Todo esto desde sus primeros viajes por inicios de los 40’s, hasta su muerte en 1996.
Su estilo al momento de pintar difería mucho de lo que se hacía en el país por esos años, alejado de la impronta local, que en muchos casos se volcaba a retratar realidades sociales y dramas costumbristas propios de un país como Ecuador. Los cuadros de Solá siempre estaban cargados de un fuerte simbolismo y de mística, usualmente recurría a personajes de la mitología, referencias literarias, misterio, y metáforas delirantes. Tenía una fascinación por lo subjetivo y el surrealismo. Sus cuadros siempre tenían un significado, que, para ser cifrado, había que analizarlo desde lo pleno oculto e inconsciente. Los estilos empleados eran diversos, pero no se dejó llevar del todo por el cubismo, el pop art, o el op art, vanguardias de mediados del siglo XX .Aunque una que otra vez se animaba a probar cosas nuevas, nunca dejando a un lado su estilo propio. Participó en bienales de ciudades muy importantes como la Bienal de Madrid en 1951 y la Bienal de Valencia en 1965.
Como escritor publicó cuatro novelas. Dos de ellas, “Latitud 0” y “Del otro lado del mar”, fueron publicadas en España. Se conoce que escribió más de ochenta obras de teatro, las cuales algunas fueron presentadas en muchas ciudades, una de ellas incluso en el teatro del Louvre de París en 1954.
Muy poco se conoce de su carrera como modista, pero en sus diarios personales dibujada bosquejos de modelos con distintos trajes y conjuntos, muchos de ellos él los hacía para las obras que presentaba; y además diseñaba vestuarios para diferentes compañías tanto en Europa como en América.
Fue autor también de libretos de ballet, creando incluso coreografías.
También realizó distintos cortos cinematográficos que fueron galardonados. El corto “Un pequeño argumento”, recibió la Máscara de Plata en el Festival de Salerno, Italia en 1965. También trabajó en Walt Disney realizando guiones. Su cortometraje “Encuentros Imposibles”, fue el primer cortometraje experimental ecuatoriano, hecho en el año 1959. Tomó hasta 1979 para que vuelva a hacerse un filme de este tipo en el país.
Por todo lo mencionado, Eduardo Solá Franco es sin lugar a dudas uno de los referentes artísticos más grandes que tuvo está ciudad y este país en el siglo XX. Una ciudad que le era reacia al cambio, sumado a una suerte de indiferencia artística, hizo que se marginen a genios creativos como Solá Franco. Sin embargo, él aún creía en la gente de este país y constantemente volvía a su ciudad, ya sea para exponer sus cuadros o simplemente para estar cerca de su madre, que siempre lo apoyo a lo largo de su carrera. A más de eso, siempre creyó en su país y a cada regreso del exterior esperaba verlo diferente, con otras voces y otros ojos que no le fueran ajenos a sus virtudes, cosa que jamás ocurrió, ya que murió en Santiago de Chile en 1996, luego de haberse erradicado en esa ciudad por más de diez años.
Los cuadros de Solá se encuentran en varias colecciones privadas de Italia, Francia, España y Perú. Los familiares también guardan algunos ejemplares. De las cuatro novelas, una de ellas se la puede encontrar en Perú. De las obras de teatro que escribió, no se conoce que hayan vuelto a ser presentadas pero se han publicado varias recopilaciones de estas, siendo la primera lanzada en Perú con el nombre “Los Caminos obscuros y el silencio”. Otros textos de este tipo también han sido publicados bajo el sello de la Casa de la Cultura. Los diarios personales y demás materiales del artista como cortometrajes y bosquejos, junto con sus cuadros, fueron recopilados y expuestos en el Museo Municipal en Junio del 2010 como un intento de impedir que la historia olvide a otro grande del arte.

Eduardo Solá Franco es otra muestra del duro trabajo al que se enfrentan los artistas en el país, pero él jamás se rindió y nunca le guardo rencor a la tierra que le dio un rostro verdadero y un nombre que gastar, aunque muchas veces estuvo a punto de claudicar, como se puede ver en el siguiente verso de su poema “El trasplantado”, que data de fines de los 60’s. Después de todo, el arte te paga con arte y tal vez con nada más que eso:

Un creador, un artista, se encontró en la ciudad en la cual a nadie importaba
lo que él hacía o podía seguir creando
y un día, dejó de hacer.
Se cruzó de brazos y contempló la pared de enfrente
hasta que la pintura comenzó a cuartearse
a caer en polvo.
Los ladrillos se hicieron tierra y a todo se lo tragó la noche.
¿La moraleja de la historia? No la hay.
 Nuestras rutas son siempre jeroglíficos incomprensibles…

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