De qué hablamos cuando hablamos de series

POR MIGUEL ANTONIO CHÁVEZ
 
La nueva era deudora de otra
 
Se ha dicho que, en términos de consumo por parte del espectador, el momento de gloria que viven las series televisivas en este siglo bien podría compararse –exceptuando las obvias diferencias de tipo tecnológico o sociopolítico– con los finales del siglo XIX, época en la que estaban de moda las novelas de folletín, aquellas que circulaban semanalmente en los diarios. De ese modo, rockstars de la época como Julio Verne o Charles Dickens, veían publicadas sus novelas de forma fragmentada en los diarios de mayor circulación, y los lectores tenían que esperar una semana hasta tener en sus manos el siguiente capítulo. De esta forma, la acción transcurría en pequeñas unidades con su propia estructura aristotélica de exposición, nudo y desenlace, y por lo tanto, quedaban cerrados en sí mismos, pero procurando dejar la puerta abierta para engancharse con el capítulo de la siguiente semana Obviamente, con la llegada de las radionovelas y, sobre todo, las series de televisión, este proceso se volvió mucho más fluido, inmediato y frenético. No se diga hoy, que gozamos de plataformas como Netflix, hija de la era del Internet, que, dicho sea de paso, permite algo antes impensable hace apenas cinco años: poder elegir cada episodio cuando y cuantas veces te diera la gana, o ver la serie de un golpe. De todos modos, hoy somos conscientes de que esta revolución, nueva era de oro de la televisión  o como le querramos llamar, es bisnieta de la revolución industrial. 
 
El productor ejecutivo es dios
 
En esta ecuación de risas, lágrimas, angustia y éxtasis en la que seguimos fervientemente a nuestros héroes y antihéroes, sería imposible no incluir la inspiración del cine, tanto en sus planos, sus referentes, sus historias. Una relación  incestuosa, orgullosamente incestuosa, como la de Cersei Lannister y su hermano, en Game of Thrones. Hitchcock, decía que en el cine el director es dios, mientras que en el documental dios es director. Parafraseándolo, en una serie tal como la concebimos hoy, el productor ejecutivo sería dios. Y qué coincidencia, si recordamos que Hitchcock fue tanto el creador como el productor ejecutivo de su serie de unitarios, Alfred Hitchcock presenta, del mismo modo en que Chris Carter o Vince Gilligan Jr., creadores de X-Files y Breaking Bad, respectivamente, fueron también productores ejecutivos de las suyas. Al respecto, Manuel de la Fuente aseguró que ‘las nuevas olas’ del cine europeo “establecieron un canon de autoría cinematográfica que aún se mantiene en la actualidad: el autor es el director”. Las series de televisión, sin embargo, cambiaron este canon debido a sus propias necesidades y dinámicas de la etapa de producción: “no es lo mismo rodar una película de 90 minutos que una ‘película’ de 10-12 horas al año”. Así, el autor en las series ya no es el director, “sino el ‘creador’, el productor ejecutivo”. 
 
De la tele al cine, hasta el infinito y más allá 
 
En décadas pasadas, era común asociar una producción televisiva con limitaciones presupuestarias en comparación con las millonadas de Hollywood. Digamos que en un principio fue cierto, sin embargo desde los cincuenta los creadores de entonces vieron en la debilidad una enorme fortaleza creativa, y por eso florecieron las sit-coms, formato heredado de la comedia teatral que, como ustedes conocen, permite que en escenarios muy reconocibles y estrictamente limitados, convivan sus personajes y desplieguen todos los gags posibles. Y esta ha sido la regla de oro desde Yo amo a Lucy, El Chavo del 8 hasta Friends. Como en la literatura o el cine, la televisión fue desarrollando sus propios géneros o creando ad infinitum pastiches a partir de estos. Sin embargo, no fue sino hasta que HBO empezó a perfilarse como esa fábrica de series exitosas tanto en audiencia como en crítica, fuera de los esquemas incluso de censura que suele operar en los canales de televisión abiertas en todos lados, habría sido imposible llevar a la pantalla chica Games of thrones, quizá la primera serie de esta era cuyas locaciones, utilería, dirección de arte y fotografía, efectos especiales, escenas de violencia y sexo, y la muerte indiscriminada de personajes que no son de relleno (aún extrañamos a Ned Stark), nos remite por su magnificencia a una factura cinematográfica. Es decir, esta serie puso un estándar muy alto “para ser de la tele”. Y aquí no solo me refiero a un asunto de producción sino de percepción: el mundo de la tele hoy es demasiado cool, empezando por los mismos actores. Lo “normal y afortunado” siempre fue saltar de la TV al cine, como hicieron Robin Williams, Woody Harrelson y muchos otros (y digo afortunado, porque no todos los de esa época lograron “escaparse” de la tele). Pero en los ochenta o noventa, hacer el camino en vicecersa, era síntoma de decadencia: como ya no te dan papeles en el cine, te tienes que conformar con las ‘migajas’. Hoy todo esto cambió. Si no, Kevin Spacey jamás habría encarnado a Frank Underwood en House of Cards
 
Hoy las series tampoco se podrían entender sin otro componente su importante y, hasta nos atreveríamos a decir, consustancial: lo transmedia. Este concepto alude a la transversalidad de todos los medios audiovisuales. Y podríamos decir que gracias al fenómeno Star Wars, hoy se pueden construir las grandes franquicias cinematográficas y de las series. Lo transmedia está compuesto de una serie de subproductos, si bien cada uno autónomo, pero a la vez interdependiente con los demás. Así tenemos que Star Wars, además de película, es todo el merchandising imaginable, los videojuegos, los contenidos generados por los fans (en esto fueron pioneros los Trekkies, es decir los fans de Star Trek), las películas de animación para la tele (las subtramas de La Guerra de los Clones, o esa recreación a partir de un producto, ejemplo brillante de “advertainment”, Lego Wars), así como también los cómics y las novelas derivadas de las películas canónicas de la saga. Otras series han transitado similar diversidad transmediática, como The Walking Dead, a la que solo habría que agregarle las aplicaciones para smartphones. Y la lista es mucho más larga. 
 
El caso de las novelas derivadas o transcritas de los guiones de películas y de los filmes per se, es un fenómeno muy interesante, aunque los casos que mayoritariamente que conozco provienen del cine. Yo mismo recuerdo que en mi infancia leí La Guerra de las Galaxias, publicada por la recordada editorial colombiana Oveja Negra, en la colección Best Sellers. Ejemplos también hay un montón, apenas mencionaré dos, uno en Estados Unidos, otro en Latinoamérica: Alien el octavo pasajero, de Alan Dean Foster. Y Kamchatka, guión original del autor argentino Marcelo Figueras que, ante el éxito de la película, él mismo la novelizó. 
Los nerds académicos también aman a las series
 
Así como el cine ha sido objeto no solo de crítica sino también de estudios académicos serios, las series de televisión están empezando a serlo. Por ejemplo, dos catedráticos de la Universitat Pompeu Fabra, el escritor catalán Jordi Carrión (autor de Teleshakespeare) y el académico argentino Carlos A. Scolari (co-antologador de Lostología y narrador de Narrativas Transmedias) idearon y realizaron hace un año un MOOC (acrónimo en inglés de curso online masivo y masivo), a través de la plataforma virtual Miríada X,  llamado “La Tercera Era de Oro de la Televisión”, que decidí cursar. Ahí, ellos mismos fueron parte de los que analizaron varias series como X-Files. Entre otros aspectos, ellos señalaron que esa serie significó particularmente un replanteo de la forma de representación del poder gubernamental, es decir, como una figura siniestra, un constante conspirador y encubridor. Sin embargo, lo que me pareció más ineresante fueron los esquemas narrativos que estableció Chris Carter, que de alguna forman hoy continúan: por un lado, las historias autoconclusivas de cada capítulo; por otro, la macrohistoria de la serie (la invasión alienígena y la resistencia desde la Tierra); y, en tercer lugar, que cada temporada marcaba la evolución de los personajes principales. 
 
Gloria Salvadó, otra de las académicas de ese MOOC, se centralizó en los finales de las series gringas, de esas en las que descubrimos que la pregunta que nos plantearon al inicio, no se resuelve completamente al final. Es más, el placer no estaría en el final mismo sino en el proceso de ir armando uno mismo las piezas, ese aparente caos que poco a poco va cobrando sentido, como el ojo que se abre que sale al inicio de Lost, y el ojo que se cierra, en su epílogo. 
Je suis Walter White
 
Nunca antes habían coexistido tantas ficciones televisivas de alta calidad ni tanta pluralidad. Como aseguró el mismo Jordi Carrión en una entrevista, “las series, con sus flash-forwards y sus contrapuntos y sus acelerones y sus páginas webs y sus wikis están cambiando no solo la literatura, sino nuestros cerebros. Y por tanto nuestras formas de lectura”. Hoy podemos leer y consumir las series reconociendo el aporte e inspiración que han recibido de la tradición literaria y cinematográfica. No podríamos entender la serie original de Star Trek sin Asimov ni la Guerra Fría, The Walking Dead sin George Romero ni John Russo; Lost, sin La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; The Wire, sin el cine de Sidney Lumet y Spike Lee; True Detective, sin Nietzsche, Cioran ni Laird Barron, etc.
 
“Por primera vez quien sanciona, organiza, canoniza un lenguaje artístico (en este caso: las series, el transmedia y los videojuegos) no es la Academia o la Crítica, sino la masa crítica, amorfa, global”, asegura Carrión, y nosotros “(no los cuatro académicos, [sino] los millones de televidentes) hemos decidido que Breaking Bad es una obra maestra, y lo hemos hecho en tiempo presente”. 
 
Seguiremos siendo esa masa amorfa que adorará a personajes como Walter White (pero no a Walter Blanco de Metástasis, por dios), quien luego de ganarse sus cientos de miles de dólares con la venta de metanfetamina, los guardará en el ducto de aire del cuarto del bebé que está por nacer y cuando Skyler le exija explicaciones, no solo se justifique diciendo “lo hice por la familia”, sino también –y con toda la desfachatez de las verdades desnudas– “lo hice por mí”. Y así lo haremos, con todas series venideras…
 
Nota: Este texto fue leído en una mesa sobre series de TV y literatura durante la última feria del libro de Guayaquil.

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