El que no pueda llorar
que tire la primera lágrima,
que tiren sus ojos los que puedan
aguantar el soplo de los filos
y no bajar sus párpados.
Yo me dejaré crecer el pelo
para secar los pies
al que me cubra.
Sonia Manzano, «Magdalena»,
La gota en el cráneo, 1976.
Zenobia Camprubí en motocicleta
Cabalgo motorizada
sobre mi Velocette LE 1952,
sin veleidades literarias;
pero mi cáncer se desvanece
y renace feroz,
y los rayos X no me alcanzan
para destruirlo,
mas, me hieren;
y Juan Ramón cae
mientras arranca
una rosa sin tocarla
y me arrastra consigo
hacia la sima irredenta
de su animal de fondo.
No tiene términos medios,
o está bien o está muy mal.
Y yo, carcomida
por un animal
deforme, implacable,
en el fondo de mi matriz,
mantengo la casa,
las cuentas en orden
y quiero una habitación
con ventana al mar
para que la luz
de mi noche quieta
me bañe con su vaivén
de sal y espuma.
Juan Ramón se consume
en su propio fuego,
y soy, tan solo,
una brasa que acude a él
con el bálsamo del refugio
para las llagas
de su deseante dios,
único y suyo.
El cáncer nos matará a los dos;
pero primero a mis huesos
y lo que duela de mi carne; a él,
su imposibilidad de ser en el mundo
sin su Zenobia:
yo, motorista, única y mía.
Manuela Sáenz y los marineros del Acushnet
Malvivo sin mi pensión de soldado;
vendo tabaco.
Traduzco a marineros
que no hablan más que inglés
y buscan sirenas de tierra.
Payta-town es polvareda de transeúntes
en su única calle,
nunca sucede nada en este miserable puerto.
Solo el odio de Santander me acompaña.
Los marineros que desembarcan carecen
de buenos modales, arman jaleo
por causa del pisco, los celos, la nostalgia;
parecen soldados en las noches
victoriosas de las campañas libertarias.
Ya no hay héroes
y envejezco de melancolía,
desterrada de mi patria.
La tripulación del ballenero Acushnet
se ha quejado de su capitán.
Los hombres son unos quejicas
cuando no están al mando.
Las autoridades locales
me han pedido
que traduzca los agravios. Llego
al cuartel sobre un borrico
grisáceo y bruma;
y es una punzada el recuerdo
de mi yegua tordilla en Ayacucho
bajo el mando de Sucre.
Nada de aquello existe
junto a los farallones
del destierro y la amargura.
El último testimonio lo dio
un joven barbado de veintidós años,
«Call me Herman», murmuró
con la timidez arrogante del que escoge
llevar el silencio en sí,
antes que caer en el error:
«I would prefer not to».
Alexander Ruden,
el cónsul norteamericano,
anda más ocupado
en sus comercios particulares
que en atender la oficina del consulado.
Con todo, el lío del Acushnet
ha terminado sin muertos.
El joven Melville
—Herman, me dijo que lo llamara—,
me habló del misterio
de las Islas Encantadas
y la caza de la ballena blanca;
algo acerca del hombre
que busca su pierna mutilada
para sanar su alma herida.
Todos buscamos
esa parte de nosotros mismos
que nos fue cercenada
para reconocernos
en el cuerpo completo
que alguna vez existiera.
En Payta-town,
la desmemoria
habrá de calcinarnos
antes que la peste.
Dolores Veintimilla de Galindo bebe cianuro
(Madrugada del 23 de mayo de 1857)
Madre, un extraño y etéreo olor de almendras
amargas invade mi última madrugada; oscurana,
laberinto de mis ojos mustios; sé que despertará
sin mí la postrera aurora de este sábado sin gloria.
Las rosas que mi sien juvenil orlaron hieden
marchitas, y tan solo sus espinas permanecen.
¿Qué tanto miedo os doy, enemigos de mi sexo,
yo, mujer desventurada, para que desde el púlpito
me acuséis de libertina, solo porque defiendo
a un indio, contra vuestros corazones feroces?
Predicáis con odio vosotros, hipócritas sotanas
de esta ciudad pacata y rezandera, predicáis
muerte mientras mi lira canta a la vida y a la luz.
El Gran Todo nos da la existencia para el amor
incesante, pero cuánto nos duele el darle alcance.
¿De qué sirve la entrega del alma a un hombre
si este la envuelve en abrojos y cruel la abandona?
Yo he amado con el arrebato del salto de agua,
con la tenacidad del pajonal que germina
en el páramo; he amado con mi seno abierto.
¡Y amarle pude delirante, loca! Porque yo amo
con la alegría de las campanas en días de fiesta,
y entierro al desamorado en la fosa del silencio.
¡Ay, Dolores, ilusorio extravío de la rosa agónica!
El mundo es triste y el tiempo nos consume, ayer
apenas fuimos niñas risueñas, luceros; y hoy
somos desengaño, pétalos marchitos, olvido.
La única verdad es el fruto de mi vientre; cuide
su orfandad y su azoramiento, Mamita, cuide
los días solitarios de mi hijo ya sin mis desvelos.
¡Dele un adiós al desgraciado Galindo! Lágrimas vanas.
Mayo es el mes de María, pero también será
el del triunfo de esta Dolores sobre vosotros
beatones, clérigos del sufrimiento y la muerte.
Ya no podréis impedir que beba la letal pócima
que me llevará a la morada feliz del Gran Todo.
¿Dónde están las horas de mi niñez venturosa,
Madre? Bendígame en este trance definitivo
—la bendición de una madre alcanza hasta la eternidad—
y perdóneme por siempre esta osadía de mujer:
disponer de mi muerte como lo hice de mi vida.
La rosa se vuelve esencia y nace rutilante el infinito.
Última carta de Laida von Krélin
(Baden-baden, abril de 1870)
Ay, mi Juan de América, tormenta, tú, don Juan de Flor, e ímpetu. En Baden-Baden, las aguas termales te hicieron bien para el cuerpo; en Niza yo te hice mejor para todo tú, y pasión. Cuando te vi, te creí. No te encontré hermoso, pero cuando me atreví a mirar tus ojos me estremecí. Extranjero, llévame a tus montañas excelsas, a aquel paisaje de niebla estacionada para los viajeros, hórrido abismo al que asomaré mi alma, que es tuya.
La cabeza tallada en roca y el orgullo se crispa en tu pelo ensortijado, rebelde rechazas mis auxilios a tu pobreza porque no entiendes que mi entrega anhela caminar la existencia contigo: Y juntos enfrentarnos a los tiranos, a sus clérigos; y blandir bastones en el rostro de los hipócritas de tu pueblo. No continúes negándome la dicha de ti, sé fuerte y renuncia a tus propias cadenas, no me digas que merezco otro hombre para la felicidad que nos has prohibido, que yo sé cuidarme y sé que la turbación en que vivo es buena porque es verdadera.
Pero esto no me basta para amarte; necesito tu corazón y sabré merecerlo; enceguecida, por la luz que emana de cuanto habla, te suplico que no me pierdas en las tinieblas. Si no puedes llevarme a la mitad del mundo quédate conmigo, tormenta e ímpetu, déjate estar en mi Schwarzwald; desnuda la primavera, recorre viñedos, embriágate de mí. ¡Celebremos los cerezos florecidos para tu cumpleaños! Ay, mi Juan Montalvo, tú y yo lo sabemos: Hay borrasca en las cumbres, y los amantes cobardes se deslíen bajo el undoso olvido.
Mujer tamil, descalza en Singapur
El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible.
Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.
Pablo Neruda, Confieso que he vivido.
Puedo escribir los versos con la sangre,
con los latidos, con mis huesos; esta noche
rencorosa, de aridez en la tierra hollada.
Tras la silente rebeldía de mi cuerpo invadido.
Escribir, por ejemplo: «Nunca lo quise, es cierto,
mas hoy, al amanecer, el señor Neftalí me quiso,
me despojó de mi sari de roja y dorada pobreza».
Violento es cada día de las mujeres de mi raza.
No soy milenaria escultura del sur de la India;
una tamil descalza de la casta de los parias, soy
chandalí de tierra lejana, sin parientes, sin hogar.
La apatía oculta mi miedo, pero no es suficiente.
He acudido cada mañana a vaciar la caja
de excrementos del señor Neftalí; intocable,
indiferente a sus regalos, que no merezco.
La feroz hoguera del solitario me ha quemado
con su brasa desesperada, asida a mi muñeca.
Ya no somos los que fuimos entonces:
el hombre, exhibe su mácula; la estatua,
oculta su herida; pero somos los mismos
de la cópula muda del brahmán y la paria.
La sentencia de los dioses se ha repetido
a través del extranjero de lengua sin luz.
Cruel la memoria de mi carne desgarrada.
No lo quiero, es cierto, y nunca lo quise.
Callada, soñando con elefantes, ausente.
Mi desprecio no le dolerá, pero me basta.
Seré la persistencia de noches consteladas,
en el firmamento infinito, lleno de poesía.
«Baladas para Aldonza» es una sección del poemario Trabajos y desvelos que será publicado, en este 2022, por la editorial Caza de Libros, de Ibagué, Colombia.
Mujer tamil, descalza en Singapur fue uno de los veinte poemas finalistas, de entre 1.401 participantes, en el XIII Concurso Literario Internacional «Ángel Ganivet» Madrid, 2019.
Portada: Fotografía tomada de asale.org