POR: LEIRA ARAÚJO.
Si se intenta resumir un encuentro con Neuman, se debe partir de la lucidez. La experimentación con el lenguaje lo hace sonreír, y un humor finísimo se cuela entre anécdotas y datos que, con una memoria sorprendente, organiza y comparte con la mayor de las simpatías.
¿Cuáles fueron las lecturas que te impulsaron a escribir? En caso de que ése haya sido el motivo principal
La respuesta políticamente correcta seria contar qué gran clásico de la literatura universal me impulsó a escribir o me hizo ver el camino, pero lo cierto es que no sintonizo mucho con la teoría de que uno escribe porque ha leído. Pienso que en muchos casos uno lee porque quiere escribir; o dicho de otro modo, la pulsión narrativa o incluso la curiosidad por el lenguaje es previa a ese acto tan civilizado y fascinante que es leer. Me recuerdo haciendo ejercicios literarios involuntarios en la infancia, por ejemplo (tose), esto me emociona tanto… (ríe) me recuerdo contestándole mentiras, invenciones a mi madre por el mero placer de escucharme contar una historia que no había sucedido. Me preguntaba qué tal me había ido en el colegio y yo le contaba una serie de catástrofes a las que había sobrevivido: incendios, inundaciones en la escuela, peleas terribles que jamás habían tenido lugar porque yo salía corriendo. Creo que la certeza de que me gustaba contestar con un cuento, y no con algo que se pareciera a eso tan resbaladizo, relativo y discutible que llamamos verdad, me impulsó a escribir de niño, cuando tenía entre ocho y nueve años. Poniéndome más literario, recuerdo unos libro-discos muy hermosos que me encantaría volver a tener en mis manos para darles las gracias. Eran unos discos donde el locutor leía un cuento clásico que venía con el libro físico.
Se podría decir que partiste de la oralidad
Exactamente, de la audición. Tengo un concepto muy auditivo de la literatura, además vengo de una familia de músicos, el órgano más sexual que teníamos era el oído. Entonces, aprendía a leer con esos libros mientras escuchaba a un locutor articulando con mucha exactitud y hasta casi gozo el texto de esos cuentos. Cuando me di cuenta, leía con un locutor interno, como si me hubiera descargado un software, una aplicación con la voz de ese locutor argentino antiquísimo. Tuve ganas de inventar un texto para que lo leyera ese locutor invisible, ganas de escribirle un guión para ver cómo funcionaba. Cuando ya escribía poemitas horrorosos, pequeños cuentos, novelas de espías, más o menos a los doce o trece años, me encontré con el caso clásico: Edgar Allan Poe.
¿Crees que de haber permanecido en Argentina tu contacto con la literatura hubiese sido diferente?
Me imagino que habría influido en mi escritura en la edad adulta, tengo la certeza de que mi vocación literaria pertenecía a Argentina y no a mi emigración a España, pero evidentemente el exilio de mi familia fue una inflexión y estoy seguro de que influyó en algún grado ya no literario sino profundamente personal. Mi oficio es la extranjería y eso sin duda está marcado en parte por el exilio. Creo que la literatura tiene que ver con poder narrar un accidente o con volver narrativo un accidente, y la creatividad en general me parece que tiene que ver con hacer algo con lo que te pasa, incluyendo lo negativo. Cuando era niño viví la emigración como un problema, el cambio no fue de Buenos Aires a Barcelona o Madrid, que hubiera sido un traslado natural, sino a Granada, una hermosa ciudad de provincia a la que quiero mucho pero que no tenía nada que ver con Buenos Aires en ningún sentido: ni con su escala, ni con su modo de vida ni con nada. Viví la emigración difícil, tuve que aprender a hablar de nuevo, no me entendían mis compañeros de escuela y ahí empecé a traducir de español a español (risas) y sigo sintiendo que mi lengua lengua materna es un poco extranjera y quizás eso sea la poesía.
Ubicando a la literatura sobre el mapa, ¿cuáles son los autores ecuatorianos con los cuales has tenido contacto como lector?
Uniendo la cuestión de la extranjería con la literatura ecuatoriana, hay un autor que me interesa mucho que es el poeta Alfredo Gangotena, por la experiencia radical de extranjería que tuvo. Primero como ecuatoriano en Francia, y sin temor a equivocarme me atrevo a decir que al menos de los poetas que han pasado a la historia él era un caso único en Francia, pero no contento con esa rareza y con escribir una poesía estimable viene el regreso: regresa a Ecuador y en lugar de encontrarse con ese mito, con ese fetiche esencialista que llamaríamos país natal u hogar, se siente rarísimo y sigue escribiendo en francés, con lo cual vuelve a casa para seguir siendo extranjero. Gangotena ya no tiene hogar, en Francia siempre era un ecuatoriano y en Ecuador era un apátrida. El exilio es un equipaje de mano para él. Es ahí cuando escribe esos versos que a mí me conmueven mucho: “J´apprendre la grammaire de ma pensée solitaire” que sería “aprendo la gramática de mi pensamiento solitario”, pero no rima en castellano. Esa especie de gramática que tiene que ver con no tener un lugar cierto, del que no puedas dudar, me parece muy literario. Tiene que ver con mi idea de lenguaje.
¿Otros autores?
Me interesa mucho la poesía ecuatoriana. Me gustan desde clásicos como Carrera Andrade, que está en el canon de la poesía ecuatoriana y que para mí ha sido el gran poeta ecuatoriano. Jorge Enrique Adoum me parece un poeta absolutamente brutal, era un poeta cálido y experimental, algo muy extraño, en ese sentido es de la estirpe de César Vallejo.
Y tiene poemas eróticos impresionantes…
Tiene unos poemas eróticos impresionantes y tiene unos poemas políticos que no dejan de ser sensuales mientras son políticos. Era un poeta muy complejo, con una noción muy afectiva de la vanguardia que no es común y yo lo atribuyo a su admiración por César Vallejo. Tiene una conciencia muy ideológica de la poesía amorosa o erótica, como queramos llamarla. Lo escuché leer poesía poco antes de morir y creo que pasó un fenómeno fantástico: él estaba leyendo un poema que te cortaba el aliento y dura veinte minutos, y durante ese tiempo él tenía en su boca un puro a lo Fidel. La ceniza del puro no se movió, el humo del puro se quedó quieto. Yo recuerdo el puro de Adoum totalmente paralizado.
Hay poetas contemporáneos que me interesan mucho como Roy Sigüenza, y en narrativa está (Javier) Vásconez, pero a mí me interesa sobre todo la literatura joven ecuatoriana. Me está gustando mucho lo que estoy leyendo de narradores jóvenes ecuatorianos: Gabriela Alemán, Miguel Antonio Chávez. De hecho, creo que es una literatura que merece y necesita más reconocimiento exterior, la generación que lo va a lograr es la tuya, que eres insultantemente joven, y la generación de Augusto Rodríguez y Eduardo Varas.
Has explorado la lírica, la narrativa y la microficción, ¿en qué género te sientes más cómodo al expresarte?
En realidad no estoy muy seguro de que me sienta cómodo en ninguno, creo que la incomodidad es una buena consejera. Si uno se siente cómodo escribiendo probablemente es porque está reproduciendo algún tipo de lugar común, ya sea formal o ideológico. Para mí, la literatura es salir de casa, la literatura no es una anfitriona que te dice “ponte cómodo”, yo siento que la literatura me dice “ponte tenso”, “desconfía”. Desde ese punto, cambiar de género me permite seguir en guardia, no acostumbrarme, y experimento mucho placer, pero es un placer tenso, incómodo, no doméstico. A lo mejor estoy escribiendo una novela y paso a escribir poemas o haikus, algo extremadamente opuesto. Cuando hago eso siento que pierdo todas las herramientas y tengo que empezar de nuevo a elegir, hay algo de reseteo, que es la incomodidad que yo busco en la escritura. Es mi caso particular, no estoy teorizando, no se trata de aislar los géneros para compararlos o para elegirlos sino para pensar la sinergia que se da entre ellos, cómo por un lado provocan el asombro del género vecino al cambiar de uno a otro y, por otra parte, cómo se contaminan, cómo se influyen. Hay una especie de mestizaje.
¿Cómo se influyen?
Un texto puede provocar otro en un género distinto, pero no sólo es eso. Tengo un recuerdo de mi abuelo cuando me llevó a plantar un árbol justo antes de morir. Yo no sabía que iba a morir pero él era médico y sí lo sabía porque era cirujano de tórax y tenía problemas cardíacos, no se lo dijo a nadie, y es uno de los recuerdos más importantes de mi vida porque me di cuenta de que no me había llevado solamente a plantar un árbol sino que me había regalado una metáfora.
Están presentes tanto lo primigenio como lo apocalíptico…
Es muy posible que tengas razón. Lo de mi abuelo es otro ejemplo. Plantamos el árbol y al día siguiente se murió. Esa anécdota fue un poema, no quedé satisfecho; fue un cuento, no quedé satisfecho; y fue el final de una novela que se llama Una vez Argentina. Como decía Ruben Darío: “yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, estaba esa idea que no encontraba su forma. Por un lado es verdad que una misma idea puede ir mutando en busca de su género, pero también, aunque no suceda eso de manera tan clara, me interesa mucho la poesía que es capaz de ser narrativa, el cuento que es capaz de ser lirico, la novela que puede proponer una tesis. La invasión de recursos de un género a otro me interesa mucho y me produce una muy estimulante incomodidad.
¿Cuál es tu experiencia con la novela-ensayo?
El viajero del siglo no es una novela-ensayo pura, pero hay mucha teoría literaria en el libro de una forma, espero, lo más divertida e irónica posible. Creo que hay muchos debates ensayísticos mientras en la novela pasan otra serie de cosas, y se podría decir que esa novela, buena o mala, es una caja de géneros porque tiene una armazón de novela clásica que a mí me interesaba homenajear, pero está llena de pequeños cuentos adentro más en la línea de Los detectives salvajes que de Guerra y paz; o sea que hay una atomización interna dentro de esa estructura aparentemente unitaria: hay cartas, hay pequeñas escenas que parecen cuentos, hay traducciones de poemas, hay ensayos dialogados; es una estructura que va cambiando de género dentro de una caja que parece la de una novela clásica. Ese tipo de experimentos me interesan.
Y están las discusiones en el salón de los Gottlieb…
Discusiones cuyo único objetivo es que Hanz y Sophie se seduzcan y terminen en una cama mientras fingen discutir sobre Hegel, ¿no? Y al revés, cuando por fin consiguen encerrarse en una habitación, terminan traduciendo juntos, que es una especie de camino de ida y vuelta entre lo intelectual y lo erótico.
Acercándonos al microrrelato y su auge, ¿cuál es la brecha que separa al microrrelato de una anécdota o un aforismo publicado en Twitter?
La atención que tiene ahora el microrrelato a mí me alegra mucho, nunca he celebrado la élite y nunca me ha parecido que un género es interesante cuando no lo escribe nadie, ese esnobismo lo detesto: “me interesa esto hasta que a los demás también les interese, entonces yo voy a ser el que refute”, en el fondo es una especie de terror a la democracia. No lo veo desde ese esnobismo de disgustarse porque ahora a todo el mundo le interesa la microficción, sino desde la preocupación de que ha habido una cierta banalización de los recursos técnicos del microrrelato. No me atrevo a decir qué es un microrrelato esencialmente o a descalificar algunos textos como si no lo fueran porque en el más prudente de los casos hay microrrelatos que son muy facilones, cuyo único objetivo es contar un chiste final. A mí me gusta que un microrrelato no renuncie a los recursos por falta de espacio sino que los comprima porque no hay tiempo para más. Hay dos decisiones drásticas que van en direcciones opuestas: está quien cree que un microrrelato es tan corto que no puede ser ambicioso formalmente y apenas acierta a contar un chiste al final, o quien entiende —y yo estoy más de acuerdo con esta idea— al microrrelato como un acelerador de partículas y por tanto tiene que hacer un experimento de compresión muy radical de una serie de recursos.
En el taller de microficción (organizado por Palabra.lab durante el festival Ciudad Mínima) comentábamos un cuento de Ani Shua extraordinario, donde la historia entera de la humanidad transcurre en seis líneas mediante una flecha que va hacia atrás, y comentábamos un microrrelato de Arreola (Metamorfosis) de menos de una página donde había un experimento con los registros, iba del lirico al más pedestre, habían aceleraciones, súbitas detenciones, una mezcla de ironía y de sentimentalismo, así que es un texto muy complejo tanto en su tono, como en su prosa y ritmo.
Entonces no quieres definir al microrrelato.
No me gustan mucho las frases que empiezan por “esto es” o las definiciones sin verbo copulativo, quiero decir, trato de definir no de manera esencial, sino un poco a posteriori. Si defines a priori dejas de pensar. No estoy en absoluto en contra de la teoría, de hecho vine aquí a hablar de teoría y di un taller teórico pero es una teoría deducida de los textos. En realidad, la única forma para mí de fijar la características del género sería poner sobre la mesa un cierto número de microrrelatos clásicos de grandes autores y tratar de deducir sus funcionamientos internos hasta ver cuáles son las constantes. Es más, me atrevería a decir que la diferencia entre la literatura y la religión es que la religión lo primero que pone por delante es el “es” y la literatura lo que pone por delante es el “lo que parece”. La literatura sospecha, después viene el fanatismo, estoy fanáticamente en contra del fanatismo.
Posees un blog (Microrréplicas) y cuenta en Twitter, ¿crees que hay literatura en Internet que nace de las prácticas contemporáneas asociadas a la inmediatez y a lo masivo?
Creo que la mitad de la literatura hoy en día tiene un poco de Internet, se produce una nueva literatura en todos lo formatos posibles. Me fascina que por un lado la escritura fuera de la red puede estar en cierto modo influencia por la literatura que se hace en la red pero también, y esto a veces lo olvidamos, la red es una depositaria de toda tradición literaria. Ésta es la versión futurista de la red, la acepto y la comprendo como algo verdadero, ver a Internet como lugar que va del presente al futuro; pero eso ya lo sabemos. Hay una segunda mitad no menos obvia y de la que menos se habla y es cómo internet ha reescrito la tradición literaria, Twitter con ese venerable género que llamamos aforismo de narrativa breve, igual que Facebook, que es un lugar donde se puede experimentar con el heterónimo. Yo conozco gente que tiene varios heterónimos y juega, literariamente, con eso. La red es un lugar del futuro, pero también es una máquina de memoria y a veces nos olvidamos de eso. Toda la memoria formal de la literatura, la enciclopédica, está ahí. Internet no es una amenaza para el pasado, es un lugar de eclosión del pasado.
Internet no sería, entonces, un enemigo de la memoria…
A mí me parece una pelotudez gigantesca eso, la versión apocalíptica de la tecnología no la compro. Ya lo dijo Umberto Eco, hay dos caricaturas con respecto a la modernidad: la apocalíptica, que es la que acabamos de describir, y la integrada. Las dos me parecen ingenuas. La integrada propone que el futuro empieza hoy, que desde el lanzamiento de un nuevo iPhone comprendemos mejor la realidad o que no podemos entender nada sin Twitter; esas declaraciones parten de la fe más que de la realidad. “Tengo fe de que Internet nos va a salvar” o “tengo fe de que Internet nos va a condenar”. Necesitas condenar algo o salvarte con algo. La realidad es más compleja y decepcionante, Internet es una especie de juguete incontrolable, somos bebés que no saben cómo mierda usar ese sonajero. Internet es una máquina de memoria.
¿Internet perenniza la memoria?
¿Qué pasaba con las páginas de artículos interesantes de autores en el pasado? La prensa digital dura mucho más. El problema del formato e-book es que ya han salido varios lectores en los últimos años y eso más que interesante me parece frustrante ya que parece no existir un formato en el que podamos leer durante bastantes años de forma estable y unánime. Cada uno prefiere su e-reader, y éstos se vuelven anticuados enseguida.
¿Lees más libros impresos o digitales?
Leo en papel. Por un lado está el tacto, etc., pero en mi caso hay otra cosa también. Te voy a contar una anécdota que responde a esta pregunta. El año pasado estaba en Nueva York porque me habían invitado a una mesa redonda en una librería muy buena, McNally Jackson, donde hay mucha actividad tanto en inglés como en español. En la mesa estaban el escritor chileno Carlos Labbe, dos escritores norteamericanos y un editor norteamericano, y el más joven, que tenía tu edad, además vivía en Manhatatan, con lo cual surgió este tema y yo estaba muy interesado en lo que decía este chico que vive en un lugar hipertecnologizado. El libro electrónico funciona más en Estados Unidos, Amazon es un gigante casi excluyente allá. Cuando a este muchacho le hacen una pregunta sobre el e-book dice “I hate it” y tenía el bolsillo lleno de iPods. No tenía nada que ver con la postura apocalíptica. Le preguntaron por qué y contestó: “because is another fucking screen”. Cuando yo escuché esa respuesta sentí mucho alivio porque era de una sencillez irrefutable, se trata simplemente de que a veces no queremos another fucking screen, entonces leo en papel porque estoy harto de estar frente al ordenador todo el día.
Fuiste Premio Alfaguara y finalista del Herralde, ¿sientes que el peso de tus reconocimientos influye en la recepción de tu obra?
Qué buena pregunta sería para las personas. No soy muy consciente de eso, soy bastante inocente en ese sentido escribiendo. Me parece que todos los libros son el primero, mi objetivo es escribir una y otra vez mi primer libro.
¿Ignoras ese hecho?
Me supera, excede mi conocimiento, me imagino que en algo ha de influir, para bien o para mal, según el caso. Habrá quien prefiera hablar de un autor del que nadie ha oído hablar, o lo contrario, y ambas son distorsiones del acercamiento natural del libro que es abrir un libro y enamorarte u odiarlo. De hecho, como bien decía Juan José Millás, todos los autores deberíamos estar muertos, sería la única forma de no interponerse entre el lector y el libro. Lo que pasa es que no tengo la intención de cumplir esa declaración de Millás, es demasiado pronto (ríe). Me imagino que algún tipo de interferencia habrá, en el fondo no me importa mucho porque lo que me interesa es que exista ese lector que se queda detenido en una coma, en ese momento en que alguien mastica un adjetivo o discute con una idea y se queda parado un rato a mitad del párrafo; yo sé que ese es mi lector.